miércoles, 30 de enero de 2008

Imprescindible


Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles. (Bertolt Brecht)

Quizá sea él mi primer, mi más lejano recuerdo de baloncesto. (¿Qué podía tener yo, cinco años, seis, siete como mucho?). No tengo en la memoria verle jugar (que a esa edad ya sería demasiado) pero sí verle de jugador, allí plantado en medio en la zona con su camiseta de tirantes blanca y con aquella característica suya que a mí me resultaba tan extraña, sus gafas, sus enormes gafas de pasta de montura negra (o simplemente oscura, que aún era todo en blanco y negro por aquel entonces).

Llamaban la atención sus gafas pero también
su porte, sus casi dos metros de estatura tan insólitos en aquel país de posguerra que éramos aún. Hasta mis padres, poco aficionados al deporte y aún menos al baloncesto (del que apenas conocían a aquel emblemático Emiliano, el icono de la época) repararon en él, hasta les recuerdo preguntándose si no sería aquél el hombre más alto de España, a ver cómo podría haber alguien más alto con tanto hambre como había pasado aquella generación. Recuerdo oír a mi madre pronunciar su apellido, decir Monsalvez, así, con z, supongo que acabándolo en ez le resultaría mucho más natural...

Me temo que habrán pasado ya casi cuarenta años, tal vez más, desde que aquella primera imagen se grabó incomprensiblemente en mi memoria. Aún hoy si miro hacia atrás se me representa a menudo aquella estampa como la foto de apertura de un álbum que recogiera lo mejor, lo más hermoso de estas cuatro décadas de baloncesto. De un deporte por el que han pasado infinidad de personajes, olvidados o inolvidables, insignificantes o significativos, prescindibles o imprescindibles. Imprescindibles hay unos cuantos, tal vez no demasiados pero sí un buen puñado de tipos sin cuya existencia este juego jamás habría llegado a ser lo que fue/es en este país. Y sería completamente absurdo ponerlos en orden, establecer una especie de ranking de imprescindibilidad, sería ridículo hacerlo pero si se hiciera nadie probablemente merecería más que él ocupar ese imaginario primer lugar; en nadie podría pensar como más imprescindible para la historia de nuestro deporte que en don Moncho Monsalve.

Imprescindible ya tal vez como jugador. Imprescindible e incomparable como entrenador en lugares más o menos lejanos y en tantas y tantas plazas más o menos modestas, Ferrol, Málaga, Zaragoza, Murcia, Valladolid, también cómo no Marruecos o Dominicana, incluso aquella esporádica y traumática etapa de Cantabria que le hizo anticipar su primer adiós, que le hizo replantearse tantas cosas. Imprescindible e insustituible, sobre todo, como comunicador. Desde aquellos primeros comentarios suyos que fueron abriendo nuestros ojos en la árida televisión única de entonces, hasta sus últimos análisis que llenaron de grandeza la aún pequeña LEB pasando, cómo no, por sus luminosas etapas radiofónicas, su etapa bohemia, su rock & basket o basket & music, su verbo arrollador de tantas y tan lejanas tardes de sábado.

Él nos descubrió que había otros mundos (pero estaban en éste), otros baloncestos que tal vez ya nos sonaban pero que aún nadie nos había contado de esta manera, haciendo que los viéramos simplemente a través de su voz. Él nos habló antes que nadie de tipos que aún no eran nadie y más tarde lo serían todo. Él nos enseñó que el baloncesto no tenía por qué ser sólo (con ser esto mucho) emoción, que podía (y debía) ser también diversión. Él nos mostró las infinitas posibilidades técnicas, tácticas o simplemente lúdicas de este juego. Él en buena medida fue el culpable de que nuestro amor por este deporte se disparara hasta cotas que jamás habríamos podido ni tan siquiera imaginar.

Y jamás nos importó, más bien al contrario, su verbo incontenible, inabarcable. Él no sabía parar pero nosotros tampoco queríamos que parara, nos reventaba que el interlocutor de turno (fuera éste quien fuera) se apareciera de repente con la consabida muletilla de que Moncho, se nos acaba el tiempo, lo sentimos, tenemos que dar paso a publicidad. Y ni siquiera nos importaron sus alusiones hacia sí mismo en tercera persona, ésas que en otros resultan odiosas o pedantes pero que en él resultaban absolutamente naturales, como dando la sensación de que tenía que ser así, de que en su caso no podía ser de ninguna otra manera. Él fue/es ese tipo que jamás conocimos y que probablemente jamás conoceremos, pero con el que siempre tuvimos la sensación de que podríamos estar hablando (o simplemente escuchándole hablar) de baloncesto durante toda una vida.

Una vida no siempre fácil, cada vez más difícil. Aquellos que en persona le vieron durante estos últimos meses ya nos hablaron de su delicado estado de salud, de su movilidad reducida, de sus dificultades ya evidentes para desplazar su enorme corpachón. Aquellos que apenas le vimos por televisión, tal vez en alguna esporádica aparición sobre alguna cancha para recoger sabedios qué premio, sólo pudimos confirmar esa misma impresión.

Y sin embargo él, incombustible, continuaba trabajando, formando parte del cuadro técnico de la Federación, ayudando en lo poco que podía con lo mucho que sabía. Y aún pisando parquet, aún hollando banquillos, aún llevándose de gira a su Selección B (o de Promesas) hasta sus tantas veces visitadas tierras latinoamericanas.

Fue, o pareció ser, el final. Anunció que seguiría colaborando en lo posible con la Federación pero que aquél sería ya su último paso por los banquillos. Y no era ni la primera ni la segunda vez que nos anunciaba su adiós, pero esta vez la despedida nos pareció más definitiva que ninguna otra. A la vuelta de América le esperaba el quirófano, le esperaba una delicadísima operación de espalda. Le esperaba ese penúltimo partido, probablemente el choque más decisivo y el de resultado más incierto que jamás había tenido que afrontar.

Ganó. Ganó (cuentan) de paliza, ganó (permítaseme el término, no muy baloncestístico) por goleada. Cuentan que salió de la convalecencia lo suficientemente bien, lo suficientemente fuerte como para recibir con los brazos abiertos la penúltima sorpresa que la vida le tenía reservada. Una sorpresa, esta vez sí, muy agradable. Qué digo agradable, una sorpresa absolutamente maravillosa.

Moncho Monsalve es ya el nuevo seleccionador de Brasil. A sus (creo) 62 años el destino le ha puesto de nuevo la vida del revés, de nuevo su proa mirando al frente justo cuando ya parecía haber iniciado el viaje de regreso. Y esta vez encaminada no hacia un destino humilde, no hacia cualquier puerto pequeño sino hacia el más grande que cualquier viejo lobo de mar pudiera nunca desear.

Moncho Monsalve tendrá ahora el inmenso placer de dirigir a toda esa generación de la que ya nos habló maravillas en aquel Torneo de las Américas de (creo) 2005, contándonos cómo en breve plazo deberían suceder a Argentina en el trono del Cono Sur. A Leandrinho y los Marcelinhos, a Giovanonni, Splitter y Varejao, ojalá también a ese Nenê de salud no menos preocupante. Y a ese Murilo Becker Da Rosa que tanto nos gustó cuando le vimos, y a ese Joao Batista que tan poco nos gusta cada vez que le vemos, y quién sabe si hasta al emergente Paulao Prestes, si hasta incluso al evanescente Caio Aparecido Torres o al no menos fantasmagórico Rafael Araujo, o a tantos y tantos otros no menos importantes pero que ahora mismo no se me vienen ya a la cabeza...

Una generación que más tarde, en Japón 2006 y en sus competiciones continentales de 2007, pareció empeñada en desmentir todo lo bueno que antes habíamos pensado de ella. Y sin embargo el talento sigue ahí, lo vemos cada semana en ACB, en NBA, en Euroliga, en todos aquellos lugares por los que nos los vamos encontrando. Un inmenso montón de talento desaprovechado que parece estar pidiendo a gritos la mano de alguien que lo dirija, que lo sepa reconducir, encaminar hacia ese nuevo destino tan especial.

El reto será en Grecia, nada menos. Y el premio, un pasaje de avión para alcanzar el olimpo en Pekín. Nada me gustaría más, nada sería más fantástico que ver de nuevo en los Juegos Olímpicos a aquel viejo Brasil de Gerson, Pipoca o Marcel de Sousa, a aquel Brasil de sobre todo y por encima de todos Óscar Schmidt Becerra, ahora reconvertido en este joven Brasil dirigido por la mano maestra de quien menos hubiéramos podido imaginar. Nada sería más fantástico que poder tener allí un segundo equipo con el que ir, una segunda presencia nuestra a la que poder apoyar.

Ojalá. El reto será duro, qué duda cabe. Y sé que a conocimientos nadie le va a ganar, que nadie va a superar a estas alturas su sabiduría ni mucho menos aún su capacidad para comunicarla, para hacérsela llegar a sus jugadores. Pero sé también, todos lo sabemos, que hay algo más, algo en lo que nadie podrá no ya ganarle, no ya igualarle, ni comparársele siquiera: ilusión. La misma o más que cuando tenía veinte años y empezaba a jugar, la misma o más que cuando tenía treinta y empezaba o quería empezar a entrenar. Una ilusión incomparable y una pasión incontenible por este juego, su juego. Ésa es su arma secreta, la que no todos tienen, la que le puede abrir las puertas del olimpo, las puertas de la gloria. Las puertas de su sueño, ése que desde ahora mismo ya también es nuestro sueño.

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