viernes, 20 de junio de 2008

crónica en verde

Lo primero sería hacer examen de conciencia…

Hace algo más de dos semanas tuve el atrevimiento de poner aquí mismo una especie de previo, un análisis en forma de quiniela de lo que, en mi discutible opinión, habría de pasar en esta final NBA. Y ustedes (si tuvieron la santa paciencia de leerlo) recordarán que de los catorce signos (basados en enfrentamientos individuales o en aspectos colectivos) di ocho favorables a los Lakers, un solo empate y tan sólo cinco para los Celtics… Vamos, que me cubrí de gloria.

Un somero repaso de todo lo que escribí entonces denota (aparte de mi suprema ignorancia) que acerté en todo lo (poco) que pinté de verde y la cagué en todo lo (mucho) que pinté de amarillo. El joven Rondo fue mejor que el maduro Fisher, la pareja Allen-Pierce fue infinitamente mejor que la Bryant-Radmanovic (en qué hora se me ocurrió decir que éste a las órdenes de Phil Jackson era ya otro jugador) y la dupla Garnett-Perkins se comió con patatas (por mucho que nos duela) a la formada por Odom y Gasol. Y evidentemente hablo en general, que ya sé bien que en el quinto partido no fue así y que en el tercero no fue asao, pero que si miramos el global de la serie apenas quedará ninguna duda...

Y de los banquillos (menuda ocurrencia mía ponerles una equis) ya ni hablemos, con Farmar, Vujacic, Ariza, Walton o Turiaf desaparecidos en combate (salvo momentos muy puntuales de los dos primeros) mientras presenciaban en primer plano las espectaculares explosiones de los presuntamente semiacabados Cassell, P.J. Brown o Posey (poseído, ciertamente: en estado de gracia durante toda la serie), o los puntuales arrebatos de los otrora irregulares Eddie House, Powe The Show e incluso del orondo Big Baby Davis…

Y hasta escribí que los Celtics ganarían en defensa y los Lakers en ataque, sin pararme a pensar siquiera en la posibilidad de que esa triunfal defensa bostoniana se pudiera comer (como así ocurrió) al ataque angelino. Y hasta puse que los lakers, aún siendo menos veteranos, ganaban en experiencia por el mero hecho de que tipos tan principales como Kobe o Fisher supieran ya cómo ganar anillos, sin pararme a pensar en la posibilidad de que esos aguerridos célticos tan curtidos en mil batallas pudieran tardar tan poco en aprenderlo. Y hasta puse a la estrella Kobe infinitamente por encima de cualquier estrella verde, sin plantearme siquiera que éstas pudieran taparla hasta hacerla casi oscurecer. Y hasta me atreví a lanzar las campanas al vuelo por la presumible superioridad de Jackson sobre Rivers, sin reparar en que al Maestro Zen ya me le dio un repaso el Maestro Brown (Larry) hace cuatro años, sin imaginar siquiera que el joven (pero sobradamente preparado) Glenn Doc pudiera dejar de ser simplemente un buen entrenador para convertirse sencillamente en uno de los grandes.

Los Celtics ganaron también (esto era tan de prever que hasta lo acerté incluso) en presión ambiental. Nada que no supiéramos, por otra parte: ves un partido en el Staples y ves a Dustin Hoffman, Denzel Washington, Silvester Stallone (o lo que quede de él tras tantas capas de piel implantadas), Justin Timberlake, Antonio Banderas, Cameron Díaz, Dianne Cannon, Plácido Domingo, David Beckham (a menudo acompañado de su señora y/o sus hijos, prestando al partido la misma atención que prestaría yo a uno de críquet, pongamos por caso)… y sí, también Jack Nicholson, el único de entre todos ellos que parece tener sangre en las venas, el único entre tanto famoseo al que parece importarle de verdad lo que pasa en la cancha. Los demás no van a ver sino a ser vistos, convierten el primer piso del Staples en una especie de escaparate, eso sí previo pago de una inmensa fortuna por cada localidad. Y se me dirá que no todos son famosos, pero como si lo fueran: aquellos que pueden permitirse semejante lujo lo hacen porque es allí donde hay que estar, justo donde está esta noche la jet set angelina, cual si se tratara del local de moda, del cóctel inaugural de cualquier exposición, de la entrega de los óscars, los emmys, los grammys… o (salvando las inmensas distancias) del palco del Bernabéu, como también sucedía por aquí no hace demasiados años (y supongo que seguirá sucediendo). Sí, evidentemente más arriba se sentarán (digo yo) los verdaderos aficionados, los cuales, tal vez contagiados por la frialdad que viene de abajo, tal vez estremecidos por el pastón que acaban de soltar, tal vez aplatanados por la bonanza del clima, se muestran igualmente incapaces de animar como es debido, de soltar un de-fense, de-fense en condiciones siquiera. Con alegrarse ligeramente tras cada canasta ya tienen más que suficiente.

Sin embargo, al otro lado del mapa, el Comosellame Garden recuerda a (salvemos otra vez las distancias) cualquier estruendosa cancha europea o, si se prefiere, a cualquiera de las que estamos acostumbrados a ver en baloncesto universitario. Aquí de la NCAA apenas nos llega el Torneo Final, y por eso apenas tenemos conciencia de que antes, en temporada regular, los ambientes son tremendos, con griteríos ensordecedores y pabellones enteros absolutamente volcados a favor de los de casa. No, ya sé que en temporada regular NBA las cosas no son así, más bien al contrario… pero cuando llegan los playoffs algunas aficiones se transfiguran, acuden vestidas y embadurnadas con los colores de su equipo (y si no, pues con la entrada les regalan la camiseta), gritan hasta reventar como jamás han gritado… Los Celtics tienen el honor de disfrutar de una de estas aficiones: no aguantan todo el partido de pie como los enloquecidos estudiantes de Duke o Illinois (por poner sólo dos ejemplos), que todavía hay clases, faltaría más… pero animan como si de aficionados de Panathinaikos, Unicaja o Penya (tres ejemplos escogidos por razones meramente cromáticas) se tratara.

Animan como si tuvieran toda una historia detrás, por la sencilla razón de que tienen toda una historia detrás (y al menos en esto de la urgencia histórica tampoco me equivoqué, sólo faltaría). Tienen toda una historia de éxitos legendarios, allá por los sesenta, que sólo recordarán los más viejos del lugar. Tienen toda una historia de éxitos medianamente recientes, de eternas rivalidades bostoniano-angelinas en los ochenta que aún permanecerán en la memoria de muchos. Y tienen toda una historia de más de veinte años de frustraciones, una historia en la que han crecido las nuevas generaciones, derrota tras derrota, fracaso tras fracaso mientras escuchaban a sus padres o abuelos relatar innumerables batallitas acerca de unos tipos llamados Auerbach, Russell, Heinsohn, Nelson, Silas, Cowens, Havlicek, Archibald, Maxwell, Bird, Parish, McHale, todos esos nombres que vemos ahí colgados del techo del pabellón, recuerdos de un pasado que ya nunca más ha de volver… ¿o sí?

Unas nuevas generaciones que tal vez recordaran vagamente a Len Bias, aquél con cuya elección en el draft debía comenzar la regeneración y con cuya muerte inmediata pareció comenzar la maldición; recordarán tal vez a Reggie Lewis, aquél que empezaba a ser jugador franquicia en los primeros noventa, aquél a quien un día le dijeron que no jugara más, que peligraba su salud, aquél que no hizo caso, que acabó haciendo caso a regañadientes, que tanto se resistió que insistió en volver, que tanto empeñó puso en lograrlo justo hasta aquel aciago día en que su corazón se le partió en pleno entrenamiento; quizá sí tengan fresca en su memoria la llegada de aquel mesías llamado Pitino, el que tras tantos éxitos en Kentucky llegó a Boston imaginando aplicar sus conceptos universitarios al baloncesto profesional, enarbolando su eterno lema de que el éxito es una elección (sólo que parece que su elección esta vez no fue la correcta); y sí que tendrán presente como si fuese ayer mismo aquel equipo de comienzos de siglo formado por Pierce, Walker y apenas nada más, que, con la bandera del triple como casi único recurso, por una vez no estuvo lejos de dar la campanada…

Pierce. Probablemente nadie conoce mejor que él toda esta historia de frustraciones por haberla vivido desde dentro, probablemente nadie habrá sufrido más que él la añoranza de tantos éxitos legendarios, precisamente por haber tenido que soportar su leyenda sobre los hombros durante todo este tiempo. No está mal para un chaval nacido y criado en Los Ángeles, uno de tantos que crecieron celebrando triunfos amarillos y deseando derrotas verdes. Pero la vida da muchas vueltas, que en su caso comenzaron justo el día en que Roy Williams y el campus de Lawrence lo ganaron para Kansas, y continuaron en un draft absurdo, un draft en el que hasta nueve equipos se olvidaron de él (o quizás no se olvidaron, quizás fuera simplemente que sus prioridades eran otras), de tal manera que los Celtics, en su puesto número diez, se quedaron literalmente estupefactos cuando descubrieron que aún podían escoger a un jugador con el que ni siquiera habían soñado, con el que ni tan siquiera contaban. Tal vez una de las pocas buenas noticias verdes en ese periodo negro…

Y Pierce se convirtió de inmediato en el jugador franquicia, sólo o en compañía de Walker. Y (ya quedó dicho) hasta en una ocasión se asomó a una final de conferencia, pero aquello no es que no tuviera continuidad, es que fue apenas una isla en un océano de frustraciones. Llegara quien llegara deshacía lo hecho por el anterior, haciendo cosas que a su vez serían sistemáticamente deshechas por el siguiente. Sólo Pierce permanecía entre tantas idas y venidas, entre tanto desastre, pidiendo a gritos el traspaso por un lado, sin acabar de decidirse a marcharse por el otro. Finalmente optó (y le optaron) por quedarse, por mantenerse, por intentar sobrevivir: para alguien que un día fue capaz de sobrevivir a once puñaladas traperas bien distribuidas por todo su cuerpo, al fin y al cabo este otro tipo de supervivencia tampoco debería resultar demasiado complicado…

Hasta que un día, allá por los comienzos del verano de 2007, ese firme creyente mormón llamado Danny Ainge vio por fin la luz: descubrió que en la NBA hay (simplificándolo mucho) tres clases sociales (es decir, tres clases de jugadores), alta, media y baja; y descubrió que entre la élite y el nivel medio la diferencia es mucho mayor que entre el medio y el bajo. Y se dijo, dejemos de rodear a Pierce de jugadores de clase media, prescindamos completamente de ellos y a cambio traigámonos a otras dos superestrellas, y los múltiples huecos que nos dejen rellenémoslos con morralla si ello es necesario…

Dicho y hecho: bienvenidos Garnett y Allen, y a cambio despidamos a nuestro esperanzador Al Jefferson, despidamos a tantos otros, démosles galones a esos Rondo y Perkins de los que no acabamos de fiarnos, incorporemos a un gladiador como Posey, a un olvidado como House y luego, ya avanzada la temporada, pues dios proveerá… Y proveyó a un Cassell rescatado del ostracismo, a un P.J. Brown rescatado del olvido, y de repente resultó que contra todo pronóstico aquello no sólo parecía un equipo sino que además lo era, de repente Pierce no daba balones para que le devolvieran melones, de repente The Truth tenía a su lado dos socios a su nivel, dos socios en los que poder confiar.

Y quizás fuera entonces, o quizás ya hubiera sido antes cuando por la mente de ese Pierce acostumbrado a verlas de todos los colores cruzó una sola, una única idea: es ahora o nunca. Y con ella entre ceja y ceja saltó a la cancha durante dos meses, de mediados de abril a mediados de junio, anotando hasta la imposibilidad y defendiendo hasta la extenuación, jugando cada minuto de cada partido como si fuera el último, como si le fuera no ya el anillo sino la vida entera en el empeño. Nadie mejor que él conoce esa casa, nadie mejor que él sabe lo que allí se ha sufrido. Nadie merecía más que él ese MVP, nadie mereció tanto como él ese anillo.

El anillo de Pierce, el anillo de toda una ciudad acostumbrada a ganar en casi todo pero que en baloncesto, precisamente en baloncesto, llevaba ya demasiado tiempo sin ganar nada. El anillo de tantos arrogantes verdes, de tantos célticos repartidos por el mundo y que ya no recordaban la última vez que tuvieron algo por lo que enorgullecerse. El anillo de (pongamos sólo tres ejemplos) Santiago Segurola, un día ya lejano analista NBA y NCAA en el Plus, tantos años en El País, hoy (creo) en Marca. El anillo de Loquillo, aquel tipo de largas patillas y gabán de cuero que un día proclamara ser feo, fuerte y formal junto a sus Trogloditas. El anillo de, por supuesto, ese incomparable Antonio Rodríguez cuya filiación céltica tanto le complicó la vida durante la final de conferencia, gracias a todos aquellos que aún no saben distinguir entre imparcialidad y objetividad…

Y el anillo de tantos célticos anónimos que de repente afloraron cual setas en otoño, convirtiendo esta final en la más comentada, debatida, discutida y peleada en mucho tiempo. De un lado estaba uno de los nuestros, del otro apareció toda una afición dormida con la que apenas nadie contaba; una afición en absoluto dispuesta a resignarse, una afición entregada a quejarse de los arbitrajes en cancha ajena en la misma medida en que los ajenos se les quejaban en la propia; una afición desesperada con tantos comentarios (en su opinión) parciales y/o subjetivos, una afición en guerra permanente con un Carnicero de quien yo no tengo queja y con un Loncar de quien sí puedo tenerla (o al menos puedo entender las quejas de los demás), permanentemente pasado de vueltas, pasado de gritos, pasado de subjetividades precisamente él, quizás aquél en quien menos cabría esperarlo… Una afición sufrida, entregada, peleada… y finalmente feliz, inmensamente feliz.

Fin de la historia. Quién sabe, quizás el año que viene repitamos final, no sería tan raro aunque estos Celtics ya tienen una edad, y aunque estos Lakers deberán hacer un serio examen de conciencia: ficharon a Gasol y creyeron haber fichado a Jabbar, y como de repente empezaron a ganar partidos, fueron líderes del Oeste y dominaron con solvencia los playoffs, pues se ve que supusieron que la final sería coser y cantar, sin pararse a pensar (ni ellos, ni casi nadie) que esa misma plantilla (menos Kwame, más Gasol) era aquella por la que Kobe había echado pestes en octubre, la misma de la que se había querido ir a toda costa, la misma con la que ningún pronosticador sensato contaba por aquel entonces. Pero de repente estaban en la final y se creían (y les creíamos) con serias posibilidades de ganarla, pero la perdieron y entonces resultó que el culpable (gracias a su llegada) de llevarles hasta la final resultaba ser también el culpable de perderla. Como si sólo él hubiera estado mal, como si no hubieran estado todos los Lakers (y Kobe el primero, por cierto) muy por debajo de su nivel habitual.

Así que en cualquier caso no les vendrá mal en Los Ángeles un somero examen de conciencia, pero sin perder en ningún caso la perspectiva: esto que ahora les parece un fracaso, en realidad es un éxito absoluto; si a comienzos de temporada (o incluso a comienzos de febrero, con Gasol recién llegado) les hubieran dicho que ganarían el Oeste y jugarían la final, directamente habrían preguntado dónde tenían que firmar.

Así que sí, tal vez repitamos final… o tal vez no, que al fin y al cabo será año impar y ya es sabido que desde 2003 esto lleva una cadencia exacta y precisa: si es año par gana un equipo del Este, si es año impar ganan los Spurs. Sea como fuere no teman, que dado que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra (y en mi caso dos son muy pocas), pues probablemente para entonces estaré de nuevo por aquí con otro de mis sesudos análisis, regalándoles otra razonada quiniela de las mías… Ya saben, léanlo detenidamente y a continuación apuesten justo por lo contrario de lo que yo diga: seguro que no se arrepentirán.

martes, 10 de junio de 2008

el viaje de Rudy

Ésta vendría a ser la crónica de un adiós anunciado. De un viaje que se intuyó hace ya más de tres años, que el verano pasado se tornó ya inminente, que se aplazó tras una charla de café para de esta manera regalarnos algo del mejor baloncesto jamás visto en estos últimos tiempos, para de esa manera regalar a sus buenas gentes badalonesas un buen puñado de sueños hechos por fin realidad. Y algunos, estos días pasados, aún quisimos engañarnos, aún nos imaginamos un último e improbable aplazamiento del aplazamiento, los hubo que hasta crearon una web al grito de rudyquédate (puntocom), muchos nos esforzamos en intentar no ver lo evidente, no quisimos aún darnos cuenta de que aquello ya no tenía vuelta de hoja.

Rudy se a va a la NBA dejándonos un montón de postales para el recuerdo, algunas de las escenas más bellas, de las canastas más irrepetibles que hayamos conocido por estos pagos durante toda nuestra existencia. Mates inverosímiles, alley oops imposibles, arabescos insospechados, zancadas desmesuradas, penetraciones en perfecto estado de levitación, triples desequilibrados tal vez cayendo, de medio lado, de través, al bies, hasta vuelto del revés. Rudy nos deja una sensación como la de aquellos carteles que a veces nos encontrábamos en las fotocopiadoras, las cosas difíciles las hacemos al momento, las imposibles tardamos un poco más.

Rudy se va a la NBA convertido (es opinión unánime) en el mejor dos de Europa. Y convertido también (es sólo mi opinión) en el mejor jugador de Europa (es decir, de entre los que juegan en Europa): no sólo en su puesto; en cualquier puesto. Hagan un repaso, piensen en cualquier jugador a cualquier nivel, evoquen a Papaloukas, Diamantidis, Siskauskas, Vujcic, Pekovic, si quieren también a Marc, Felipe, Planinic, Ilyasova, Lakovic, quien ustedes quieran, y no piensen en lo que fueron ni en lo que han sido sino en lo que actualmente son, y una vez hecho ese ejercicio díganme si alguno de ellos es, a día de hoy, mejor que Rudy Fernández a día de hoy.

Rudy se va a la NBA siendo (otra atrevida opinión personal, me temo) lo más drazenesco desde drazen, lo más parecido a Petrovic que ha producido este continente desde que el mito de Sibenik nos dejó para siempre. Y no me refiero tanto al juego propiamente dicho (posiblemente tan poblado de semejanzas como de diferencias) como a su actitud en cancha o, aún mejor, a las actitudes que provoca sobre una cancha. A las reacciones que genera en los rivales, en los públicos contrarios. A Rudy se le ama o se le odia según se sea amigo o enemigo, hasta un mismo público puede amarle u odiarle en el breve lapso de tiempo de unos pocos meses, según sirva a su club o a su selección. Se le ama o se le odia pero se le admira, por propios o por extraños, siempre.

Rudy se va a la NBA y se va a la lluviosa Oregon, a Portland, a la ciudad que admiró a aquellos Porter-Drexler-Kersey-Williams-Duckworth, a la ciudad que aborreció a los Jail Blazers, a la misma ciudad que ya albergó en su seno a tantos grandes mitos de nuestro deporte en nuestro continente, Fernando Martín, el propio Drazen Petrovic, Arvydas Sabonis, Sasha Djordjevic. A unos les fue mejor y a otros peor, pero para todos ellos ésta fue su verdadera puerta de América.

Rudy se va a la NBA, a vivir en la misma ciudad en la que aún hoy vive su buen amigo Sergio Rodríguez. Y yo no he podido evitar recordar aquella entrevista conjunta que les hizo la revista Gigantes hará ya, qué sé yo, pongamos tres años, cuando empezaban a ser las joyas de la corona de nuestro deporte, cuando ambos aún no eran campeones del mundo ni soñaban con serlo, cuando los cantos de sirena de la NBA eran aún poco menos que una quimera. Pero la quimera estaba ahí, y ya todo el mundo les hablaba de ella, y en esta entrevista les preguntaban cómo se imaginaban su llegada a aquella liga, cuál era su fantasía preferida, y creo que nunca olvidaré cuál fue, en medio del cachondeo mutuo que ambos se tenían, la genial respuesta de Sergio: tirarle un caño a Rudy en el partido de rookies contra sophomores (y siendo Sergio más joven, se sobreentendía que él se veía a sí mismo con los rookies, y a Rudy con los sophomores...). Una fantasía que ya nunca podrá hacerse realidad, por muchas y variadas razones: porque Sergio llegó dos años antes que Rudy, por lo que jamás podrían haber coincidido; porque Sergio jamás pudo jugar ni con los rookies ni con los sophomores, ni casi con su propio equipo; y porque Sergio y Rudy, si el mercado no lo remedia, no serán rivales sino compañeros: el caño, en su caso, se lo tendrá que hacer en los entrenamientos.

Rudy se va a la NBA, a un equipo cuyo propietario, de nombre Paul Allen, ostenta el sexto puesto de la clasificación mundial de fortunas que establece la revista Forbes, y hasta hubo un tiempo que ocupó no el sexto sino el tercer lugar según esa misma publicación. Un tipo que allá por su adolescencia tuvo la sin par ocurrencia de juntarse con un amiguete para montar entre ambos una pequeña empresa, a la que bautizaron con el bello nombre de Microsoft. Hoy el susodicho amigo, Guille Puertas (o sea Bill Gates, aclaro por si alguien aún no había caído), sigue al frente de tan socorrido negocio mientras que Allen, que al parecer ya no está en Microsoft ni puñetera falta que le hace, se dedica básicamente a hacer lo que le dé la gana: por ejemplo, tomar un avión (probablemente de su propiedad, aunque no me consta) un viernes en Portland, aterrizar un sábado en El Prat, de allí marcharse a Badalona a presenciar in situ un Joventut-Estudiantes, esponjarse de gusto al ver a su futuro chico marcarse un partidazo metiendo treinta puntos uno detrás de otro y finalmente volverse más ancho que pancho por donde había venido. Será por dinero...

Rudy se va a la NBA, y ya los del gremio de agoreros se han ocupado concienzudamente de explicarnos de pe a pa toda la sucesión de catástrofes que se le vendrá encima en cuanto aterrice en Oregon: que si no tendrá minutos, que si se tirará todo el año chupando banquillo, que si le espera la misma suerte (desgracia, más bien) que a Sergio, que si McMillan no confiará en él porque no le conoce, que si se convertirá en el eterno suplente de Brandon Roy, que si... Pues vale, pero a mí no todo me vale; no me vale por ejemplo esa eterna comparación Sergio-Rudy tan traída por los pelos: cuando Sergio se fue no era nadie (entiéndaseme el término nadie: era nuestra debilidad, nuestro sueño, el base que nos tenía enamorados con toda clase de filigranas y arabescos, con sus ocurrencias inconcebibles; pero aún le faltaba mucho más de lo que tenía, aún estaba mucho menos hecho que a medio hacer, aún apenas sabía lo que era defender, aún no conocía la cara oculta de este juego); Rudy en cambio se va siendo (insisto en ello) el mejor de Europa en su posición, tal vez el mejor de Europa en cualquier posición: curtido en mil batallas, con (él sí) una defensa irreprochable, con unos cuantos títulos en su zurrón. Hagan ustedes pues, por equipo y por nacionalidad, todas las comparaciones que les apetezcan; pero no sin antes reconocer conmigo que en este caso son muchas menos las semejanzas que las diferencias.

Rudy se va a la NBA, y sí que parece evidente que de entrada se encontrará con un obstáculo llamado Brandon Roy. Y competir con Roy no es competir con un cualquiera sino hacerlo con un crack, con una estrella emergente (si bien cada vez más emergida) de aquella Liga, con un tipo que en 2007 ya fue rookie del año y en 2008 mejoró sensiblemente sus prestaciones. Pero el hecho de jugar en el mismo puesto no tendría por qué hacerles necesariamente incompatibles, aún menos si tenemos en cuenta que el ex de la Universidad de Washington puede desempeñar el papel de base a las mil maravillas. Y sí, es bien sabido que a McMillan no le gusta ponerle en ese puesto pero no es menos cierto que a veces la necesidad obliga: si no tienes ningún uno decente (es decir, ningún director de juego que responda a su nivel de exigencia, ningún base a su imagen y semejanza), y en cambio tienes dos doses extraordinarios de los cuales uno de ellos puede ejercer también de base mucho más que decentemente, lo sensato parece hacer de la necesidad virtud. Sí, podemos ponernos en lo peor pero yo más bien prefiero pensar que al final las cosas acabarán cayendo por su propio peso.

Sí, Rudy se va a la NBA y es usted muy dueño de avisarnos que se estrellará, del mismo modo que ya en su momento se nos informó de que Gasol o Calderón igualmente se estrellarían. Yo no, yo opino exactamente lo contrario, yo supongo que con el tiempo, con el paso de los años tal vez deberé comerme con patatas mis propias palabras, aquellas que voy a decir a continuación: yo me tiro al vacío y además sin red, yo apuesto firmemente que Rudy un día será all star en la NBA. Sí, no me ponga esa cara, no se me asuste; no me refiero al partido de rookies contra sophomores ni al concurso de triples ni al de mates ni al desafío de habilidades siquiera, me refiero al verdadero all star game, al auténtico partido de las estrellas. No, no será el próximo año ni el siguiente, quizás tampoco el otro ni el de después. Tal vez habrán de pasar seis años, ocho, diez incluso, pero yo estoy convencido de que sucederá; de que todas sus inmensas facultades, su calidad, su actitud, su intensidad, su carácter competitivo, su instinto depredador, todo ello le acabará abriendo las puertas de la gloria. Por extraño que a día de hoy aún nos pueda parecer.

Hay jugadores que entran en NBA con la única idea de sobrevivir. Otros llegan con la idea de vivir, de vivir más o menos bien, o muy bien incluso. Y luego están los que llegan para triunfar. Rudy sólo entiende esta categoría, Rudy Fernández llega a Portland del mismo modo que sale de Badalona y que salió en su día de Mallorca, con el triunfo entre ceja y ceja, con la determinación del campeón, con la obstinación del que sabe lo que quiere, del que sabe aún mejor qué es lo que necesita para conseguirlo. El mundo es suyo, la NBA es suya. Al tiempo.

miércoles, 4 de junio de 2008

aproximación quinielística a la Final NBA

Faltan apenas unas horas para que empiece el chou, para que nuestras mentes vuelen inexorablemente hacia aquellos felices ochenta para luego volver de nuevo a la realidad, para descubrir que Dennis Johnson (DEP), Ainge, Bird, McHale o Parish ahora se llaman Rondo, Allen, Pierce, Garnett o Perkins, para que donde un día pusimos Magic, Scott, Worthy, Green (o Rambis) y Jabbar ahora pongamos Fisher, Bryant, Radmanovic, Odom, Gasol, sí, Gasol. Faltan apenas unas horas para que nos preguntemos si cualquier tiempo pasado fue mejor, para que confirmemos que cualquier tiempo pasado sólo fue anterior.

Probablemente hay muchas maneras de aproximarse a una final así, pero permítanme que yo intente una no demasiado original, a imagen y semejanza (o sea, a vulgar imitación) de aquella que puso de moda algún periódico deportivo, consistente en comparar jugador por jugador, posición por posición, haciendo una a modo de quiniela para así ver cuántos puestos o aspectos son más favorables al uno o al otro... Es decir, algo que no sirve absolutamente para nada, que no tiene ningún valor de predicción ni podría tenerlo pero que al menos nos permitirá pasar el rato (o intentarlo).

Vamos allá, pues: comparemos jugadores, comparemos otros factores internos y externos, asignemos el 1 a Boston (por aquello de la ventaja de campo), la X al empate (lógicamente) y el 2 a Los Ángeles, y veamos qué sale:

Rondo – Fisher = 2. Sí, Rondo tiene sus cualidades, qué duda cabe: buena defensa, agresividad, intensidad, velocidad... pero también tiene sus defectos, el peor una inmadurez (que se le curará con el tiempo) que a menudo le fuerza a tomar decisiones erróneas, pasar cuando hay que cortar, tirar cuando hay que pasar y demás. Todo lo contrario al Reflexivo Fisher, todo experiencia (en ganar anillos, incluso) y todo sensatez dentro y hasta fuera de la pista. Nunca dará el pase definitivo pero siempre proporcionará un incomparable equilibrio al juego de su equipo, y cuando hagan falta triples allí estará él con su muñeca preparada. Se me dirá que ha bajado, que ya no está como al comienzo de los playoffs pero dará igual porque a la larga su poso en cancha desbordará al inexperto Rondo. Tal vez en sentido estricto sería un X-2, pero como no jugamos dobles, pues lo dejaremos en dos fijo.

Allen – Bryant = 2. Posiblemente el signo más fácil de toda la quiniela. El bueno de Ray anda intentando salir de la crisis, hacer que parezca cierto lo que tantas veces ha repetido, que sus dramáticos problemas familiares no se reflejan ni tienen por qué reflejarse en cancha, que lo uno no tiene nada que ver con lo otro. Anda intentándolo y parece que lo va consiguiendo, que hasta parece que vuelven a entrarle los tiros que siempre le entraron. Pero aún en su mejor versión Ray no es Kobe. Allen puede ser muy bueno, Bryant es sin ningún género de dudas el mejor. Y ante eso no hay discusión posible.

Pierce – Radmanovic = 1. Phil Jackson tiene una de esas cualidades que definen no a los buenos entrenadores sino a aquellos que son absolutamente grandes: es capaz de sacar petróleo de las piedras, es capaz de sacar rendimiento de jugadores que jamás rindieron antes de llegar a él y que probablemente jamás rendirán sin él (y sí, estoy pensando también en Aíto al escribir esto). Y el ejemplo perfecto podría ser ése a quien el propio Jackson llama Mi Marciano Favorito, Vlade Radmanovic: ya nada parece quedar de aquel ser abúlico, así en su club como en su selección, que deambulaba con cara de sueño sobre la pista y cuyo único objetivo en la vida parecía ser tirarse triples a cual peor, a cual más absurdo. Estos días Radmanovic es otro jugador, está rindiendo a las mil maravillas con Jackson... pero eso no le pone, ni de lejos, al nivel de un inmenso Paul Pierce sin cuyo concurso (sin su ataque, sin su inmensa defensa sobre LeBron en aquella semifinal) los Celtics no habrían llegado jamás hasta aquí.

Garnett – Odom = 1. Y mira que el bueno de Lamar está que se sale, que su talento innato sumado a su energía contagiosa le convierten en un jugador absolutamente imprescindible en estos Lakers. Ahora bien, Garnett es mucho Garnett. Garnett ha estado media vida llevándose una pasta gansa de los Wolves a cambio de nada, es decir, a cambio de jugar muy bien al baloncesto pero sin oler ni de lejos la final, no digamos ya el anillo. Él llegó a Boston para cambiar la historia (la suya, y la historia reciente de su franquicia) y es consciente de que está ante su gran oportunidad, de que dada su edad ya no habrá muchas más. Así que jugará cada segundo de cada minuto de cada partido como si fuera el último, con el anillo entre ceja y ceja y con la obsesión de dar con él en las narices a todos aquellos que tantas veces le acusaron de arrugarse precisamente en estas situaciones...

Perkins – Gasol = 2. Y evidentemente no se trata de chauvinismo sino de pura realidad, y no sólo por Pau, aún más por Perkins. Kendrick pierde ante el de Sant Boi pero igual perdería ante casi cualquier pívot de la Liga, porque aún sigue siendo, con diferencia, la pieza más débil de todo el engranaje céltico. Y va mejorando, eso no lo niega nadie, va haciendo más y mejores cosas y algún día será un cénter si no bueno sí al menos decente en aquella Liga. Pero aún tiene demasiadas lagunas a día de hoy, aún su aptitud y su actitud se sitúan a años luz de todas las cualidades que Gasol atesora.

Banquillos = X. No me parece que ninguno de los dos equipos esté para tirar cohetes en este aspecto (aunque tampoco estarán tan mal, si con ellos han podido llegar hasta aquí). A mí particularmente me gusta más el de Lakers, basado en Vujacic (que oficia casi de sexto hombre), Farmar (base errático casi siempre, pero que ha subido claramente sus prestaciones contra los Spurs), Walton (irregular, pero a muy buen nivel) y Turiaf (tan propenso a los arrebatos como a las cagadas, tan capaz de lo mejor como de lo peor, de ponerte el tapón del siglo y luego estropearlo con algún tiro exterior fuera de tiempo y de lugar). Lo dicho, me gusta más que el de los Celtics pero éste tiene algo de lo que los angelinos carecen: experiencia. Por arrobas. La que les da el trío Cassell-Posey-Brown (House, Powe y el Big Baby Davis ya estarían en un tercer plano, con presencia infinitamente menor); Cassell ya está para sopitas y buen vino (que diría mi madre) pero aún conserva la muñeca, aún te la puede liar en un momento de desesperación. P.J. Brown tres cuartos de lo mismo, a la vejez viruelas, aún se pega con cualquiera y aún tiene muy buena mano a cuatro metros del aro. Y cómo no, el poseído Posey, sexto hombre que a veces, en los momentos decisivos, llega a ser quinto y hasta cuarto, especialista defensivo pero con un tiro exterior que acaba haciéndole imprescindible también en ataque.

Entrenadores = 2. Me cae bien Doc Rivers. Me cae bien desde sus años de base bueno e intenso en Atlanta, desde aquel partido ya en los Knicks, ya en sus últimos años de carrera, en el que le vi dejarse los dientes (literalmente) sobre el parquet. Y me gusta como entrenador, me gustó ya en Orlando y me ha seguido gustando en Boston, cuando no tenía equipo y ahora que ya sí lo tiene. Es un gran técnico y va a ser aún mejor... pero no es Phil Jackson. Yo me pongo de pie (en sentido figurado, que no me sería fácil teclear en posición erecta) al escribir sobre Jackson, sobre sus nueve anillos, sus diez finales, su maestría psicológica, su habilidad para manejar personalidades de toda clase y condición así se trate de egos desmesurados, macarras indomables, apocados innatos o chulos de barrio, sobre su forma de dirigir un grupo humano, su actitud ante cualquier problema, incluso su manera de entender la vida. Sí, Doc Rivers es un buen entrenador, pero Phil Jackson... Phil Jackson son palabras mayores.

Defensa = 1. Lo mejor que se puede decir de la defensa de los Lakers es que ésta ha ido mejorando según avanzaban los playoffs (a la fuerza ahorcan): contra Denver fue muy floja, pero como la de los Nuggets era infame ni siquiera se notó; contra Utah empezó floja pero poco a poco se fueron poniendo las pilas según fueron notando que contra éstos ya no les servía; y ante los Spurs han acabado defendiendo realmente bien, baste decir que hasta Gasol en el quinto partido acabó apretando a un Duncan que hasta pocos minutos antes se las había hecho pasar canutas (y demás palabras acabadas en utas). Han ido de menos a más y ahora hasta podría decirse que defienden casi bien, pero no es algo que esté en su naturaleza. En la de los Celtics sí. Los Celtics son defensores de suyo, de natural, la defensa es el elemento esencial de su juego y así lo han demostrado durante los playoffs, a lo largo de los cuales han interpretado unas cuantas sinfonías defensivas... en casa. Porque (y debería serles motivo de preocupación) no tiene nada que ver cómo aprietan en el Comosellame Garden a cómo flojean cuando el parquet les resulta mucho menos familiar.

Ataque = 2. Llámese triángulo ofensivo, llámese Kobesistema, llámese como se llame los Lakers atacan que da gloria verlos, con un baloncesto alegre, festivo, dinámico, de energía superlativa, de intensa fluidez y perfecta distribución, de buenos pasadores (casi todos) y aún mejores anotadores. Y con una cualidad añadida, que es que siempre parecen tener una marcha más que los demás: van en tercera, cuarta o quinta y más o menos les vale, pero si un día el rival les saca veinte puntos de repente meten la sexta y entonces son un vendaval. No, no es el showtime (manido concepto) pero es quizá lo más parecido que en Los Ángeles han visto al showtime desde que murió el showtime. Y se me dirá que los Lakers de Shaq eran mejores y probablemente sea cierto, pero éstos son más gráciles. Los Lakers del 2000 tal vez jugaban mejor pero éstos juegan más bonito, más plástico (y no necesariamente peor). Todo lo contrario a unos Celtics en los que casi nada parece fluido sino espeso, artificioso, ortopédico, y que bien pueden decir que hasta ahora han vivido casi al cien por cien de sus portentosas individualidades mucho más que del juego colectivo.

Presión ambiental = 1. El hecho de que los Celtics tendrán cuatro posibles partidos en casa mientras que los Lakers tendrán tres sería ya razón más que suficiente para ponerles el uno en la quiniela. Pero es que además no hay comparación posible entre esos presuntos espectadores del Staples (que, en lo que a las primeras filas respecta, no parecen ir a ver sino a ser vistos) y el público sediento de sangre (permítaseme la metáfora) del Loquesea Garden, en la más rancia tradición del Boston Garden de toda la vida de dios. Evidentemente el Staples también apretará, y mucho, y meterá presión y todo lo que se quiera, pero cualquier parecido con lo que se vivirá en el Garden será pura coincidencia.

Experiencia = 2. Sí, los Lakers, aunque parezca mentira, tienen más experiencia. Parece mentira porque el Big Three de Boston suma más años de vida y más presencias en playoffs que el de Los Ángeles, ahora bien ¿cuántas finales han jugado, no digo ya ganado sino simplemente jugado, Garnett, Allen o Pierce? Cero patatero y pelotero. De hecho sus únicas experiencias al más alto nivel les llegan desde el banquillo, sobre todo de aquel Cassellito allá por sus años mozos en Houston. Enfrente sólo Kobe ya suma tres anillos y cuatro finales, y Derek Fisher no debe andarle muy a la zaga. Y es que por mucha vida que lleves jugando playoffs esto ya es otra cosa, esto es una final, con unos niveles de exigencia que nada tienen que ver con todo lo demás: por muy veteranos que sean, Kevin, Paul o Ray corren cierto riesgo de pagar la novatada.

Frescura física = 2. Matemática pura: los Lakers llegan a la final habiendo jugado quince partidos (de playoffs, me refiero), con un balance de doce victorias y tres derrotas. Los Celtics en cambio llevan en sus piernas nada menos que veinte, es decir cinco más, concretamente cinco derrotas más ya que su número de victorias (lógicamente) es el mismo, doce. Y hablo de número de partidos, no me meteré en cuántos finales apretados ni en cuánto desgaste psicológico habrán tenido que padecer unos y otros, porque eso no haría más que agrandar las diferencias. Llevan los Celtics mes y medio jugando un partido cada dos días, y cuando digo partido digo partido, no me refiero a esos apacibles bolos a los que tan acostumbrados estamos en temporada regular sino a partidos de playoffs con todas las de la ley. Y se me dirá que ahora no, que al menos acabaron con Detroit en seis y no en siete, que al menos de una final a otra habrán tenido seis días de descanso (uno menos que Lakers, en cualquier caso), que eso iguala las cosas... Las iguala algo, sí: puede que durante el primer partido las fuerzas estén más o menos parejas, pero según vaya avanzando la serie las piernas verdes acabarán pesando mucho más que las piernas amarillas. Al tiempo.

Necesidades históricas = 1. Si no me fallan las cuentas los Celtics llevan veintidós años sin ganar el anillo, y hasta llevaban veintiuno sin disputar una sola final. Durante ese periodo, durante esas interminables veintidós primaveras verdes los Lakers, salvo error u omisión, habrán disputado algo así como ocho finales, habiendo ganado cinco de ellas. Es decir que la urgencia histórica está claro de qué lado está, que los Celtics casi vendrían a ser (salvando las distancias) como aquel Madrid futbolero de las seis Copas de Europa que sólo necesitó 32 años para ganar la séptima. Y habrá quien piense que tanta urgencia puede resultar incluso contraproducente, pero yo no lo veo así: llegados a este punto la presión es igual para todos, la urgencia sólo te aporta un pequeño plus de motivación. Motivación colectiva y hasta motivaciones individuales: Kobe tiene cuatro anillos, Gasol y Odom saben que ésta no será su última oportunidad (sobre todo en el caso de Pau); sin embargo a Garnett, Pierce y Allen se les está acabando el tiempo.

Estrellas = 2. A ver cómo lo explico: estrellas evidentemente tienen ambos y, puestos a comparar, las de los Celtics parecen tener más galones que las de los Lakers. Tomados en conjunto, el trío Garnett-Allen-Pierce parece pesar más que el trío Bryant-Odom-Gasol, ya que el primero sería un Big Three y el segundo más bien un Big One, con un megacrack como Kobe escoltado por dos buenísimos jugadores (pero cuyo cartel de estrellas, con o sin mega, ya sería más discutible) como Lamar y Pau. Hasta aquí la teoría, porque en la práctica las cosas no son así: el trío de los Lakers podrá pesar menos que el trío céltico, pero la individualidad Kobe pesa infinitamente más (en términos baloncestísticos) que cualquier individualidad céltica. Su omnipresencia en el juego, sus canastas imposibles para cualquier mortal, su jordanesca capacidad de decidir cuando nadie más decide, de manejar los partidos a su antojo... Garnett, Pierce, tantos otros, son extraordinarios jugadores terrenales, nada más y nada menos que eso. Kobe no; Kobe es de otra galaxia.

Y hasta aquí la tontería. Ahora, llegados a este punto, hagamos recuento: tenemos un total de catorce (como no podía ser de otra manera, tratándose de una presunta quiniela) signos definitivos, con cinco unos, una equis y ocho doses. ¿Conclusión? Pues ninguna, por definición (porque no puede extraerse conclusión alguna de semejante método), y porque nada de lo expuesto está basado en datos objetivos sino más bien en apreciaciones personales mías. Apreciaciones personales que, por cierto, parecen decantarse por los Lakers...

Lo que no difiere mucho, más bien nada, de lo que pienso en realidad. Porque si me dejo de zarandajas quinielísticas y simplemente me paro a pensarlo, la verdad es que me cuesta imaginarme otra cosa que no sea ver a los Lakers levantando el trofeo y poniéndose sus anillitos de campeón. Quizá sea por todo lo escrito antes, o quizá sea sencillamente porque me cuesta mucho imaginarme perdiendo a cualquier equipo del que formen parte dos señores llamados Kobe y Phil, aún a pesar de que en alguna lejana ocasión les haya visto perder...

¿Mala noticia para los Celtics? Que va, todo lo contrario, los aficionados célticos deberían estar ahora mismo como unas castañuelas: dada mi contumaz ignorancia y mi probada inutilidad apostadora, el que yo dé ganador a los Lakers debería llenarles de ilusión, de alegría, de esperanza...