miércoles, 30 de enero de 2008

El hombre de La Mancha

14 dic 2007

No es nada fácil tener éxito en la vida. Ya no lo es cuando naces en (pongamos) Madrid o Barcelona, aún lo es menos si vienes de una ciudad de tamaño medio, no digamos ya si procedes de una pequeña población tal vez perdida es los pliegues de los mapas, qué sé yo, pongamos por ejemplo Villamayor de Calatrava, provincia de Ciudad Real…

No es nada fácil ganar una Liga ACB. Apenas doce jugadores lo logran cada año, y en lo referente a entrenadores ya no digamos: evidentemente sólo un técnico-jefe y un mínimo puñado de asistentes lo lograrán cada temporada.

Bien pocos pertenecen a ese selecto club, pero la ecuación se complica aún más si la reducimos al producto interior (nada bruto, en este caso): si no has nacido en Serbia, ni en Montenegro ni en Croacia, ni en Italia siquiera, sino aquí mismo, aquí a la vuelta de la esquina, en, por ejemplo, la mismísima Mancha manchega.

No es nada fácil ganar ese título de Liga, ni aunque entrenes al Madrid o al Barça. Sí, vale, una gran institución, se gasta una pasta, lleva un halo de grandeza tras de sí, su mero nombre ya parece sinónimo de triunfo. Pero nada te viene dado, nada resulta fácil aquí, aún menos fácil resultará si hablamos por ejemplo de Tau o de Unicaja, enormes estructuras que por sí solas tampoco garantizan jamás el éxito. El éxito es difícil siempre, pero si tu equipo no es grande sino pequeño, no es orgulloso sino modesto, no es rico sino de los más menesterosos de la competición, en ese caso ya no es que ganar la Liga sea una misión sumamente difícil, es que se trata de algo prácticamente imposible.

Y sin embargo, la historia nos contará que en el año de gracia de 1998 la Liga ACB no la ganó el Real Madrid, ni el Barcelona, ni el Baskonia, ni siquiera el Unicaja, no. La ganó un equipo de escaso presupuesto apodado TDK, perteneciente a una población catalana de poco más de 50.000 habitantes llamada Manresa. Y la historia nos dirá también que aquel equipo no tenía un prestigioso técnico recién llegado de la Europa del Este para la ocasión, que ni siquiera tenía un veterano técnico de aquí, de esos curtidos en mil batallas y de interminable currículum, no, nada de eso tampoco. Nos contará, muy al contrario, que al frente de aquel insólito proyecto estaba un tipo nuevo en ésta y en cualquier otra plaza, alguien recién estrenado en la categoría, un sujeto de aires sencillos y aspecto humilde que respondía al peculiar nombre de Luis Casimiro, originario además de esa Mancha profunda, de una pequeña localidad cercana a Puertollano llamada precisamente Villamayor de Calatrava.

No resulta difícil imaginar que el suyo nunca debió ser un camino de rosas. Ni siquiera su propio nombre estuvo nunca de su parte. Porque, en contra de lo que la mayoría de la gente pueda pensar, él no se llama Luis de nombre y Casimiro de apellido, no. Luis y Casimiro son nombres, ambos dos, mientras que su primer apellido es Palomo. Esa combinación, Casimiro Palomo, nos hace intuir que debió tener una infancia difícil (esos terribles momentos al pasar lista), y que en sus comienzos profesionales tampoco debió ser muy fácil que le tomaran en serio. Un día te plantas, entierras al Palomo con gran dolor de tu corazón y decides que con dos nombres (el segundo tan poco corriente que por sí solo ya parece apellido) tienes más que suficiente. Y a luchar.

Porque él no aterrizó en Manresa de la noche a la mañana, hola, buenos días, me llamo Luis Casimiro, contrátenme y les ganaré una liga, no. Él no era un ex jugador reputado, no presentaba una brillante hoja de servicios, no caía del cielo. Él sólo podía prometer trabajo, el mismo labrado durante tantos años en tantos insospechados lugares, y a cambio sólo pedía que le pagaran, tampoco mucho: un sueldo modesto para su categoría, siquiera digno para su profesión. Y fue allí a encontrarse, mira tú por dónde, con un pequeño pero incomparable racimo de jugadores liderados por un portentoso base, ya cercano a la cuarentena, que había esperado hasta entonces para tomar la gran decisión de que aquel tendría que ser el mejor momento de su carrera, tal vez de su vida.

Y el resto ya es de sobra conocido: Manresa dio la vuelta a los playoffs, puso del revés el baloncesto nacional, de un plumazo cambió el ritmo de la historia. Nunca un equipo tan modesto había llegado tan arriba, nunca un equipo clasificado tan atrás en temporada regular había ganado tanto. Para muchos manresanos aquél fue su sueño imposible, por fin convertido en realidad; un sueño que ya no olvidarán mientras vivan.

Pero las cosas no siempre son tan bonitas ni tan fáciles. Casimiro, su inmenso prestigio recién estrenado, su caché disparado como la espuma, se fue en pos de otros contratos, de otras tierras que multiplicaban con creces el presupuesto de aquel TDK. Y descubrió, quizás demasiado tarde, que cuando se te dobla el sueldo se te quintuplica la presión, la exigencia, la necesidad de ganar y hasta el número de incompetentes que cada día supervisan tu trabajo como si supieran de qué va. Y de repente te acostumbras a escuchar impertinencias, a soportar a indocumentados tan pobres que sólo tienen dinero, a ver tu cabeza pendiente de un hilo... a los ceses.

Rodó su cabeza en Valencia, donde jamás le dejaron en paz (cómo olvidar la mañana aquella en la que al patriarca Roig le dio por colársele en un tiempo muerto), y luego en Alicante, donde ni siquiera le dio tiempo a que no le dejaran en paz. Y de repente, aquel entrenador de moda a finales de los noventa, aquél que era el único técnico nacional en activo, junto con Aíto, que podía presentar una Liga en su currículum, aquél del que algunos en tiempos de mudanza pensamos que podría ser un perfecto seleccionador, de la noche a la mañana se encontraba caído en desgracia, estigmatizado para la ACB, de nuevo condenado a sus originarias catacumbas de la LEB.

¿Catacumbas? Cuantos las quisieran, probablemente... pero para él parecía poco, otra vez a empezar desde abajo pero ahora, tras haber tocado el cielo, más difícil todavía. Fuenlabrada, plaza baloncestera tan parecida a Manresa en tantas y tantas cosas, se acordó de él cuando casi nadie más lo hizo. Fuenlabrada había conocido tiempos mejores de la mano del buen trabajo y el eficaz histrionismo de Óscar Quintana, pero ahora penaba en LEB sus errores mientras luchaba una vez más contra la eterna endeblez de su presupuesto. Sí, Manresa podía ser un buen modelo, Casimiro podía ser un gran técnico.

Y allí, en la periferia sur de Madrid, otra vez alejado de los focos, con muy poco ruido (pero con muchas nueces), un proyecto (y con él, su carrera) empezó de nuevo a crecer, muy poco a poco, paso a paso, lenta pero seguramente. Vuelta a la ACB, a sobrevivir con presupuestos ajustados, a superar siempre las más optimistas previsiones, a hacer bien las cosas. A ser primero revelación y luego realidad, a superar los negros presagios de cada verano, a consolidarse en la categoría... a soñar.

Y todo (una vez más) desde la sencillez. Ésa que quizás tanto le perjudicó en otros destinos, por no ser mediático, ni usar gomina, ni trajes de Armani, ni utilizar palabras rebuscadas con extraños acentos. Por ser más bien feo y tener una incomparable cara de buena persona que sin embargo jamás le impidió decir lo que pensaba, llamar al pan pan y al vino vino, al más puro estilo castellano, ése que seguramente ya mamó desde niño. Aunque a alguien no le gustara, aunque fuera en campo contrario, en territorio más o menos hostil.

Ahora me viene a la memoria aquella madrugada de junio de 2005, la del decisivo séptimo partido de la final NBA San Antonio-Detroit. Casimiro acudió a los estudios de Sogecable en Tres Cantos para comentar desde el plató aquel choque que Montes y Daimiel narrarían in situ. Y podría haberse limitado a comentar el partido, sin más, pero decidió que no, que él tenía algo que decir y que quería decirlo, y lo dijo, muy suave, no muy alto pero sí muy claro, ya antes incluso de que el partido comenzara: "...desde aquí frecuentemente se demoniza la defensa, y claro, hay que tener cuidado porque esto lo ven muchos chavales, chavales que a lo mejor siguen más la NBA que la ACB, y luego a esos chavales les vas a entrenar y no quieren ni oír hablar de defender porque para ellos representa algo negativo. Y no debería ser así, la defensa tiene unos valores, de trabajo, de solidaridad, de ayuda al compañero, que son muy importantes..." Algo así.

Y se quedó tan ancho, y probablemente al decirlo supo que se arriesgaba a sufrir lo mismo que Tim Shea había padecido apenas dos semanas antes cuando un mínimo comentario suyo, absolutamente insignificante, desató en Montes aquel terrible ataque transoceánico de cólera. Esta vez no pasó nada, tal vez al ser tan pronto Montes ni le oyó, o tal vez sí le oyó pero esta vez se tomó su tiempo para reflexionar, para bajarse de su pedestal y renunciar a su pensamiento único. Y Casimiro allí siguió, comentando el partido como si tal cosa; con su conciencia ya en paz consigo mismo: ya había dicho justo lo que quería decir, y ya lo había dicho precisamente en el lugar donde debía decirlo.

Ésta sería la pequeña historia de un hombre sencillo, de un buen tipo, de un gran entrenador que hace ya algunas semanas cumplió, casi a la par, su partido número 300 y su victoria número 150 en ACB (y este artículo, o lo que sea, debió ver la luz entonces, y no ahora; pero mis deseos y mi tiempo casi nunca van de la mano). De alguien llamado Luis Casimiro Palomo Cárdenas, nada menos, natural de Villamayor de Calatrava, provincia de Ciudad Real, nada más y nada menos. Enhorabuena por todo lo conseguido, por esos 300 y esas 150, y por todas las que vendrán. Enhorabuena y gracias, por estar ahí, por ser como es, por formar parte de nuestra pequeña felicidad cotidiana.

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