lunes, 21 de abril de 2008

página Webb

Si a Bertol Brecht le hubiese gustado el baloncesto (hipótesis absurda) tal vez habría podido escribir que hay jugadores que nos conmueven durante algún partido y son buenos, otros que nos conmueven durante varias temporadas y son mejores, y luego están aquellos que nos conmueven durante toda su carrera, y que son los verdaderamente extraordinarios. En aquellos raros días de finales de marzo, metidos en idas y venidas de minivacaciones, metidos en el pleno apogeo de la NCAA y calentando ya motores para los playoffs NBA, casi se nos pasó una pequeña reseña, venida también de USA, que nos comunicaba la retirada definitiva de las canchas de uno de ellos, uno de los jugadores más conmovedores (y por ello, más extraordinarios) que hayamos tenido ocasión de disfrutar en estos últimos quince años: don Mayce Christopher Webber, natural de Detroit (Michigan), ex jugador de los Wolverines de la Universidad de Michigan (mal que les pese), de los Golden State Warriors, de los Bullets/Wizards de Washington, de los Kings de Sacramento, de los Sixers de Philadelphia, de los Pistons de Detroit y finalmente, por unos días tan solo, otra vez de aquellos Golden State Warriors.

No, no hablaré de números, que nadie se asuste, no compararé estadísticas en unos u otros lugares, no evaluaré cuantitativamente su impacto en la Liga, no. A mí eso no me sale. A mí sólo me sale hablar de sensaciones y esas nacieron hace ya más de década y media, cuando allá por el invierno y la primavera del año de gracia de 1992 comenzaron a llegarnos noticias acerca de cierto chaval que, no habiendo cumplido aún los 19, estaba ya causando un impacto brutal en su primera temporada universitaria.

Pero no estaba solo. Eran él y cuatro más, eran los Fab Five, la maravillosa generación llegada al campus de Ann Arbor, cinco maravillas que arribaron todas al mismo tiempo para dar lugar al hecho insólito de un quinteto titular integrado exclusivamente por jugadores de primer año. Era un baloncesto que encandilaba, que alcanzó el Torneo, que llegó a la Final Four, que se plantó en la final y allí ya no pudo resistir el arrollador empuje de Blue Devils llamados Christian Laettner, Grant Hill, Bobby Hurley. Eran subcampeones pero no importaba, al año siguiente volverían otra vez...

Vaya que si volvieron. Volvieron al torneo, volvieron a la Final Four y allí les descubrimos en todo su esplendor, Jimmy King, Ray Jackson, Jalen Rose, Juwan Howard y por supuesto Chris Webber, vestidos de amarillo y/o azul, con sus inconfundibles zapatillas y medias negras, con su incomparable aire de rebeldía hacia todo lo establecido. Su juego era un soplo de aire fresco, daba gloria verles volar sobre la cancha, contemplar aquel baloncesto trepidante que casi nos ensanchaba los pulmones. De nuevo la final, de nuevo un grande entre los grandes, esta vez no Blue Devils sino Tar Heels... de nuevo derrota.

Pero qué derrota. Hay derrotas que simplemente dejan huella, pero hay otras que se llevan toda la vida a cuestas como una auténtica cruz. Para sus compañeros fue la más dura de las derrotas pero para él fue LA DERROTA, con mayúsculas. La de aquella última posesión que tal vez aún podría cambiar el resultado, la de aquellos pasos que cometió y no le pitaron, la del tiempo muerto que pidió como un poseso nada más llegar a campo contrario, agarrándose como a un clavo ardiendo a la jugada salvadora que tal vez el Coach Fisher pudiera diseñarles... sin reparar en el pequeño detalle de que sus tiempos muertos estaban agotados ya.

Y de repente, al mismo Webber que se había salido en aquella Final Four, al mismo que llevaba dos años jugando como los ángeles le empezaron a caer palos de todos los colores. Que si sería un perdedor, que si no sabría jugar bajo presión, que si... También recibió apoyos, y cuentan que hasta un aficionado al baloncesto llamado Bill Clinton le llamó desde su casa (blanca) para testimoniarle su admiración y afecto, para animarle a que siguiera adelante, para recordarle que aún le quedaban dos años, que su universidad aún le necesitaba, que aún podrían quedarle dos oportunidades de ganar el título de la NCAA...

Era demasiado tarde. Su decisión estaba tomada desde que acabó aquella final, tal vez desde mucho tiempo antes. La NBA le abría sus puertas, le situaba en lo más alto del draft, allá donde se cruzarían los destinos de dos jugadores predestinados para fascinarnos, uno el propio Webber, el otro un estilizado base originario de Memphis, Tennessee, dos metros de estatura y pura elegancia en su juego, que respondía al extraño nombre de Anfernee Hardaway y en quien muchos querían ver al sucesor de Magic Johnson. Qué poquito nos duró la presunta sucesión…

En uno de esos extraños apaños que de vez en cuando suceden, Golden State y Orlando se las arreglaron para elegir a cada uno y luego quedarse exactamente con el otro. Y así nuestro C. Webb se encaminó feliz y contento hacia la Bahía de San Francisco, bello lugar donde le esperaba un no menos feliz y contento Don Nelson. Un Nelson que declaraba sentirse exultante de placer y henchido de satisfacción (más o menos) por haber encontrado por fin a ese cénter que tanto anhelaba, que tanto tiempo llevaba necesitando...

Pero a ver, espere un segundo: ¿un cénter, dijo? Entremos en materia, y para hacerlo viajemos durante unos instantes a aquellos primeros años noventa para recordar a aquellos Warriors, al equipo más atípico (con diferencia) de la NBA de entonces. Unos Warriors que habían hecho de la necesidad virtud, unos Warriors carentes de jugadores interiores, cuyo agujero en el centro a priori les convertiría presa fácil para sus fornidos rivales... y a posteriori les convertía en una auténtica pesadilla. Unos Warriors cuyo sistema de juego apodaban Run TMC, T de Tim (Hardaway), M de Mitch (Richmond) y más tarde de Marciulionis (o como demonios se escriba), C de Chris (Mullin). Unos Warriors que eran una fiesta, un cúmulo de sensaciones, un placer para los sentidos, una máquina de fabricar sorpresas en los playoffs.

Así que el amigo Nelson no dudó en lanzar las campanas al vuelo y proclamar a los cuatro vientos haber encontrado por fin ese cinco soñado durante tanto tiempo. Y al amigo Webber, cuatro puro, cuatro de libro, de manual, cuatro, si me apuran, por aquel entonces más asimilable a un tres que a un cinco, le faltó tiempo para decir que de eso nada, que ni por asomo, que yo no soy ése que tú te imaginas… Tal vez lo que Nelson entendiera por un cinco, desde su run & gun, no tuviera nada que ver con aquello que el común de los mortales entendemos por un cinco; tal vez Nelson no pensara (jamás lo ha hecho) en el típico pívot estatuario para jugar sólo de espaldas al aro, sino en un presunto pívot móvil y versátil capaz de matarte de veinte mil maneras diferentes; tal vez a Webber le faltó entender esto, que él podía ser el hombre de Nelson más allá de las etiquetas que éste pudiera ponerle; tal vez le faltó esperar y ver, tal vez se sintió agraviado antes del agravio, tal vez se puso la venda antes de la herida, tal vez…

Aquello fue sólo el principio, el primer desencuentro de una incompatibilidad de caracteres que se extendería a lo largo de toda la temporada. Ninguno intentó ponerse en el lugar del otro, ninguno intentó entender los puntos del vista del otro, ninguno de los dos dio la más mínima oportunidad al otro. Pensamos que su forma de entender el juego les predestinaría a convertirse en un matrimonio feliz, y sin apenas luna de miel nos encontramos ya un divorcio tumultuoso. La situación llegó a estar tan enrarecida que el traspaso tendría que acabar cayendo por su propio peso. Y cayó y fue a Washington, a unos Bullets que aún eran balas y no magos, que aún no era tan alta la ola de lo políticamente correcto.

Y creo que jamás olvidaré (espero que el Alzheimer no venga a desmentirme algún día) el partido que su nuevo equipo fue a jugar pocas semanas después a la cancha de su antiguo equipo (y que aquí pudimos mediover en la TVE de entonces). Webber, cual Figo cualquiera, era abucheado cada vez que tocaba el balón; pero no tenuemente, no ligeramente, no al estilo USA, no, sino con un grado de hostilidad e irritación relativamente corriente por aquí pero muy pocas veces visto en aquella Liga. Así sucedió durante todo el primer cuarto y durante el comienzo del segundo, y así habría sucedido durante todo el partido de no haber mediado aquella terrible lesión: en un momento dado a Chris Webber se le salió el hombro y allí quedó, tendido en el suelo entre grandísimos gestos de dolor mientras su ex público, inasequible al desaliento, no por ello paraba ni por un segundo de abuchearle.

Aquella lesión, que acarreó quirófano y larga convalecencia, sólo fue su primer problema en la capital del imperio. Muy pronto llegaron otros, éstos de la mano de su íntimo amigo y ex compañero de Michigan Juwan Howard. De alguna extraña manera Howard, recién llegado a la Liga, se las arregló para firmar por Washington al mismo tiempo que Webber. Algo que en buena lógica debería resultar positivo para ambos, que de esta manera se sentirían mucho más arropados... Demasiado arropados, quizás. Y empezaron a pasar cosas fuera de las canchas: que si estruendosas fiestas por aquí, que si presuntas acusaciones de violación (más tarde desmentidas y sobreseídas totalmente) por allá... Quizás nada fuera para tanto, quizás nunca llegara la sangre al río pero todo fue sumando, todo se fue acumulando en su expediente, creándole una etiqueta que no mereció ni hizo nada por ganarse.

Y por si todo esto fuera poco, los Bullets/Wizards, en un portentoso alarde de planificación, incorporaron del siguiente draft a Rasheed Wallace. Es decir, que si no quieres caldo pues toma tres tazas, tres maravillosos cromos repetidos exactamente en la misma posición de cuatro, en un equipo curiosamente lleno de carencias en todas las demás posiciones de la cancha. Aquello no tenía ningún sentido, ni como opción de futuro ni (aún menos) de presente, así que parecía evidente que algo tendrían que hacer, que un traspaso llegaría más pronto que tarde. ¿Un traspaso, dije? Antes de que nos diéramos cuenta ya estaban fuera los tres.

El resto de la historia ya se la sabe todo el mundo. De nuevo Webber cruzó de esquina a esquina el país para aterrizar en la capital de la soleada California, en una ciudad de Sacramento que aún tenía el dudoso honor de albergar una de las franquicias malditas de la Liga, una de esas franquicias como los Nets o los Clippers, tan históricas como incapaces de llegar jamás a nada. Los Kings querían cambiar eso de una vez por todas, y habían elegido a nuestro C Webb como la primera piedra de su nuevo proyecto...

Y a fe que lo cambiaron. De repente el equipo más anodino se convirtió en el más atractivo, el más prescindible se convirtió en el más imprescindible. Junto con esta piedra fueron llegando otras, el insigne Divac, el eminente Stojakovic, el discreto Christie, el mágico Jason Williams más tarde reemplazado por el más sensato (pero no menos mágico) Bibby... Y de un día para otro (de un año para otro, más bien) Sacramento pasó de la nada al (casi) todo, de cero absoluto a valor en alza, y de ahí a poder establecido. Aspirar al anillo ya era un hecho, ganarlo... Ganarlo ya era otro cantar.

El año de gracia de 2002 Webber volvió a aquella vieja escena de 1993, volvió a tocar la gloria con los dedos. Aquella final del Oeste frente a los Lakers pareció diseñada por Hitchcock, aquella final tuvo de todo, tuvo hasta un partido imposible, el cuarto de la serie, un partido que Sacramento perdió sin haber ido jamás perdiendo, sin haber estado ni una sola décima de segundo por detrás, nunca... hasta que aquel balón fue a parar a las manos de Horry y éste lanzó su triple literalmente sobre la bocina.

Y aquello llegó al séptimo partido, y en éste incluso hasta la prórroga, y Sacramento lo tuvo en casa, lo tuvo a huevo pero a la hora de la verdad pesó más tener un monstruo llamado Shaq, pesó más la experiencia de unos Lakers campeones. Nunca como aquella vez estuvieron tan cerca de coger aquel tren que finalmente pasó de largo. Aquel tren que tal vez volvería a pasar, pero que ya jamás pasaría tan cerca.

Pero todo se lo perdonamos a cambio de las enormes dosis de felicidad que nos proporcionaron durante aquellos años. En tiempos de férrea espesura táctica ellos parecían proponer un modelo alternativo, la versión baloncestística del haz el amor y no la guerra. Pero no divertían porque sí, porque simplemente corrieran, fueran vistosos e hicieran mates y cabriolas por doquier. No, ellos divertían, sobre todo, porque jugaban bien: porque nadie practicaba un baloncesto tan colectivo como ellos, nadie movía el balón tan rápido como ellos, nadie pasaba tan bien como lo hacían ellos, todos ellos, del base al pívot, del primero al último (y Webber, no ya entre ellos, sino el mejor de todos ellos). Sus partidos eran una fiesta pero eran además un clínic de pase, un verdadero clínic de baloncesto bien jugado.

Y jugando bien ganaron mucho, muchísimo. Lo ganaron casi todo, pero no pudieron ganarlo todo. Y entonces a los eternos etiquetadores de siempre les faltó el tiempo para aflorar de nuevo, para recuperar la derrota del 93, unirla con ésta y a partir de una y otra colocarle al bueno de Webber el terrible cartel de perdedor. Desempolvaron otra vez aquel lejano tiempo muerto que nunca debió pedirse, lo unieron con unos pocos tiros libres fallados en este momento cumbre (sin tener en cuenta para nada su ristra de canastas anotadas justo antes de ese mismo momento) y decidieron que Webber nunca podría ganar nada porque era absolutamente incapaz de ganar nada, de superar con éxito la presión, cualquier presión. Y se quedaron tan anchos.

La historia evidentemente les dio la razón, pero no estará de más averiguar el porqué. No estará de más olvidarnos de presuntos fantasmas psicológicos y ceñirnos a nada presuntos fantasmas físicos. Porque el tren del anillo aún podría volver a pasar, pero Webber (y con él, todo su equipo) ya no tendría fuerzas para agarrarlo al vuelo, para subirse en marcha. En un momento dado sus piernas ya no eran las mismas, sus rodillas ya no eran las mismas, su rodilla izquierda, su dichosa rodilla izquierda ya no era la misma, su imponente articulación de antaño ahora convertida en un horroroso amasijo de huesos y tendones. Una rodilla que se lesionó y se volvió a lesionar, y se relesionó y se volvió a relesionar, una y otra vez sin que jamás se recuperara como es debido. Una rodilla que dijo basta, que decidió que ya estaba bien, que hasta aquí habíamos llegado.

Eran definitivamente malos tiempos para un Webber que nunca fue, o nunca se sintió, feliz en Sacramento, ni siquiera en aquellos primeros años dorados. La ciudad no le gustaba, se le quedaba pequeña, tal vez buscara más exposición mediática en un mayor mercado, tal vez echara de menos una gran urbe como Detroit, y hasta se quejaba a los cuatro vientos ante la imposibilidad de encontrar un buen restaurante... Tanto quiso irse que hasta los propietarios de los Kings, los peculiares Hermanos Maloof, compraron espacios publicitarios en su honor, le llenaron el camino de casa al trabajo (o sea, al pabellón) de anuncios, de vallas en las que podía leerse algo muy parecido al típico Webber quédate... Y se quedó, y se supone que hasta acabó sintiéndose medianamente a gusto, y hasta consiguió solucionar ese problema del restaurante (montando el suyo propio).

Ojalá todos los problemas tuvieran tan fácil solución. Por si su maldita rodilla no fuese bastante, apareció una nueva complicación para amargarle la vida desde el lugar que él menos habría podido imaginar: su alma máter, su venerada Universidad de Michigan. Desde allí empezaron a llegar noticias acerca de un extraño y misterioso personaje al que apodaban Tío Ed, un sujeto que presuntamente haría supuestos regalos a los chavales, bien antes, bien durante su etapa universitaria. Y sabido es que entre los doscientosmil millones de reglas de la NCAA existe una que prohíbe absolutamente que los estudiantes/atletas reciban cualquier clase de contraprestación ajena a la beca propiamente dicha, así se trate de un coche deportivo último modelo o de una simple entrada para que su madre vaya a verles jugar. Y la conexión del tipo con la Universidad no se ve pero se intuye, y en caso de duda se presupone siempre la culpabilidad.

Así que la Universidad de Michigan, ante el temor de que les cayera alguna terrible sanción de la NCAA, ante el pavor de verse apartados del torneo final o, aún peor, de ver recortado el suministro de fondos para sus programas deportivos, decidió cortar por lo sano. No pudiendo apartar a los jugadores (por no formar ya parte de la universidad), decidió renegar de ellos. Decidió repudiarlos. Decidió sacarlos de su historia, como si jamás hubieran formado parte de los Wolverines, como si jamás hubieran pisado el campus de Ann Arbor, como si jamás hubieran existido. Tipos como Webber o tipos que aún nos son más próximos, como aquel inmenso Tractor Traylor que paso por Vigo, o como el mismísimo Sweet Bullock que sienta cátedra en Madrid. Apestados cuyas estadísticas ya no están en los libros, cuyos récords ya no están registrados, cuyos apellidos ya ni siquiera forman parte de las alineaciones, de los quintetos (reconvertidos en cuartetos o en tercetos) de todos aquellos maravillosos años.

De puertas afuera, Webber sólo pareció ligeramente afectado. Pero a cualquiera que haya leído alguna vez sus declaraciones recordando aquella etapa no le resultará difícil imaginar que su apariencia sólo era la punta del iceberg, que la verdadera procesión debió ir por dentro. La Universidad de Michigan le había arrancado de su historia, y fue como si a él le hubieran arrancado los dos mejores años de su vida.

Tocado anímicamente, hecho polvo físicamente... Cuando en los comienzos de 2005 fue traspasado a los Sixers algunos nos echamos las manos a la cabeza, pero están locos, pero cómo es posible, pero cómo se les ocurre soltar un jugador así prácticamente a cambio de nada... Nos engañábamos a nosotros mismos, no negábamos a reconocer que aquel Webber ya no era ni la mitad del verdadero Webber, del otro Webber que un día habíamos conocido y admirado.

Y sin embargo aún nos daría tiempo a disfrutar de alguna de sus inmensas lecciones de clase y fundamentos, aún nos daría tiempo a descubrir que Chris Webber con una sola pierna podía ser mucho mejor jugador que muchos otros con dos. Aún sentaría cátedra en Philadelphia y más tarde en Detroit, en sus Pistons del alma, aquellos Pistons que un día fueron Bad Boys, que le llenaron de posters su habitación, que alimentaron sus sueños adolescentes. Formar parte de sus Pistons ya era un sueño, ganar algo con ellos... Tampoco pudo ser.

Ya tan solo quedaba cerrar el círculo. La temporada 2007/2008 nos presentaba a un C. Webb en estado de prejubilación, tan solo a la espera de decidir dónde cerraría definitivamente su carrera. Podría haber ido a parar a cualquier otro sitio pero fue a los Warriors, a aquellos Warriors traumáticos de su temporada rookie, a aquellos cuya afición nunca había dejado de abuchearle en ninguna de sus visitas, a aquellos que ahora, cosas del destino, volvían a estar entrenados por el mismo Don Nelson con quien salió tarifando quince años atrás. El tiempo lo cura todo, dicen, y en este caso no podría ser más cierto: este Webber de 35 años apenas se parecía ya a aquel otro de los 20; incluso el propio Nelson ya nada tenía que ver con aquél que en los primeros noventa pretendía casi revolucionar el baloncesto.

Así que le recibieron como al hijo pródigo, con los brazos abiertos... pero de nada sirvió. Ya ni el talento bastaba, ya ni la otra pierna respondía, ya apenas se aguantaba sobre la cancha. Necesitó nueve partidos para apreciar la enorme diferencia entre arrastrar sus limitaciones y arrastrarse sobre la pista. Esta vez sí, definitivamente, había llegado el final.

Algunos sólo recordarán al jugador que pareció predestinado a ganarlo todo y sin embargo nunca ganó nada, al que perdió un título universitario cuando lo tenía a un paso, al que perdió un título profesional que tuvo apenas a dos pasos. Cada uno es muy dueño de recordarlo como quiera, faltaría más, pero yo preferiré recordar siempre al jugador que tanto me maravilló, me fascinó y (sobre todo) me conmovió durante estos últimos quince años inolvidables. A ese jugador que quizás nunca fuera el mejor (tampoco anduvo muy lejos), pero que siempre hizo que le sintiéramos como a alguien realmente especial. Y ya se sabe: están los buenos, los mejores y finalmente los especiales, tan escasos que son absolutamente imprescindibles.

Apenas has acabado de irte y te estamos echando de menos, Chris...

viernes, 11 de abril de 2008

Apuntes tras la Final Four

- En mi anterior artículo resultaba como muy evidente que no me atrevía a dar un favorito. No quería mojarme pero si hubiera tenido que hacerlo, si me hubiera decidido a ordenar a los cuatro contendientes por (en mi opinión) su orden de probabilidades, creo que habría escrito algo así: 1º Memphis, 2º North Carolina, 3º UCLA y 4º Kansas. Lo cual confirma lo que siempre sospeché, que no sé qué hago escribiendo aquí si en el fondo (y en la forma) no tengo ni puñetera idea de todo esto…

- Claro que no habría sido el único, que tal vez ésa era la opinión generalizada... pero no unánime: en el Gigantes de esta misma semana leíamos un artículo de Miguel Ángel Paniagua (lógicamente escrito la semana pasada) en el que, después de mostrarse satisfecho por haber acertado los cuatro finalistas (no es que fuera una apuesta muy arriesgada, no), se moja apostando por Kansas como campeón. O dicho de otra manera: cualquiera le aguanta la semana que viene...

- Durante la tarde del pasado sábado, en un momento de enajenación mental (habitual en mí, por otra parte) me dio por pensar si acaso habría en nuestro baloncesto representantes de todas las universidades finalistas. Y pensé que no los encontraría pero apenas un minuto después ya tenía cuatro, uno por cada universidad contendiente (no quiere decir que sean los únicos, puede que haya más; pero esos son los cuatro primeros que me vinieron a la cabeza). A saber: por Memphis teníamos al único e incomparable e irrepetible e imprescindible e inimitable Andre Turner (ustedes me permitirán que me ponga de pie al escribir su nombre); por UCLA a Jerome Moïso, por Kansas a Aaron Miles, por North Carolina a Shammond Williams...

- Y curiosamente estos dos últimos se enfrentaron aquella misma tarde, en lo que parecía una premonición del UNC-Kansas que disfrutaríamos apenas unas horas después. Aunque como premonición dejó bastante que desear, la verdad: en nuestra ACB, North Carolina (o sea Shammond Williams, y por extensión el Pamesa) se comió con patatas a Kansas (o sea, a Aaron Miles, y por extensión al Cajasol). Un buen rato después, en NCAA, sucedió exactamente todo lo contrario...

- Si en baloncesto pudiera existir la perfección, ésta sin duda sería muy parecida a los quince primeros minutos de Kansas en aquella semifinal. En Chapel Hill aún hoy estarán preguntándose qué sucedió, cómo fue aquello posible, cómo pudieron empezar medio bien, aguantar luego a duras penas hasta un 15-10 que de repente, en un abrir y cerrar de ojos y sin saber muy bien cómo ni por qué, se les transformó en aquel tremendo 40-12...

- Obviamente todos aquellos que cayeron el sábado, Bruins o Tar Heels, tendrán un pésimo recuerdo de esta Final Four (vaya obviedad), pero para dos de ellos ese recuerdo será aún más traumático si cabe: Darren Collison y Ty Lawson, dos magníficos bases, sin duda entre los mejores de la nación, sin duda predestinados a ganarse muy bien la vida en la NBA, fracasaron estrepitosamente: apenas pudieron dar un ritmo adecuado, más de una vez se encebollaron sin saber qué hacer con el balón, raras veces sacaron pases limpios, casi nunca vieron buenas posiciones de tiro, jamás encontraron (por más que lo buscaron) a su referencia interior.

- Pero no deberían sufrir tanto porque no todo fue culpa suya. Fue más bien culpa del rival, de esos (según cada caso) Tigers o Jayhawks que les cerraron los caminos, les robaron las líneas de pase, les hicieron desaparecer a sus deseados Love o Hansbrough, de repente escamoteados del parquet como por arte de magia, el primero oculto tras el imponente Dorsey, el segundo rodeado por toda una batería de contrarios que llegaban en oleadas, de tres en tres cuando aún ni siquiera había pensado en levantarse, ahora Arthur, ahora Jackson, ahora Kaun, ahora éste quién es, cielo santo, el grandullón Aldrich también preparado para la ocasión...

- Sí, Self tenía esa carta guardada en la manga; tan bien guardada que de hecho llevaba casi toda la temporada escondiéndola: sí, Aldrich, un cénter de 2,11, freshman, nuevo en esta plaza, un monstruo físicamente, un monstruo en intensidad, una máquina de rebotear pero mire usted, el chaval está un poco tierno, la criatura está muy por hacer todavía así que este año le dejamos aquí en hibernación y ya el año que viene si eso, pues eso... Ya. Cuando saltó al parquet probablemente Hansbrough ni siquiera recordara de quién se trataba, pero éste quién es que no me lo pusieron en los informes, que no venía en el scouting, que no recuerdo su cara ni nos lo han puesto en los vídeos... Recuerden: Cole Aldrich. Lo de Hansbrough ya no tiene remedio pero lo nuestro sí; hablaremos mucho de él el año que viene.

- Pero entre los que se hundieron también los hubo que se salvaron más que decentemente de la quema: en UCLA se salvó Russell Westbrook, estupendo y explosivo base/escolta, durante muchos minutos la única vía de anotación abierta para los Bruins. Y en UNC el honor correspondió a Wayne Ellington, de menos a más, del naufragio inicial al partidazo final cargando a sus espaldas con todo el peso de los Tar Heels, capitaneando la remontada imposible sin apenas ayuda, tan solo con las aportaciones puntuales desde el banquillo de Danny Green. Salió muy reforzado tras la semifinal... aunque no creo que eso aún le sirva de consuelo.

- La primera vez que vi jugar a un equipo entrenado por Bill Self debió ser a finales del siglo pasado, en los diferidos veraniegos de Sportmanía. Aquella modesta Universidad de Tulsa se plantó en los Elite Eight (o sea, en su final regional) practicando un baloncesto magnífico, de intensas y espectaculares defensas y veloces ataques. Ese quedarse a las puertas de la Final Four fue un auténtico trampolín para Self, que de allí pasó a Illinois y finalmente a Kansas para suceder a Roy Williams. Siempre con su estilo, con su imagen de marca, con su baloncesto bien jugado… que parecía alcanzar su techo con cada final regional. Lo que en Tulsa había sido un éxito en Illinois comenzó a dejar dudas, y no digamos ya en sus primeros años en Lawrence: cuando no se quedaban (una vez más) a las puertas de la Final Four era porque ni siquiera se acercaban a ella, porque incluso caían en primera ronda ante la desconocidísima Universidad de Bucknell… Si aquel triple postrero de la modesta Davidson hubiese entrado, no les quepa la menor duda de que ese habría sido el último partido de Self al frente de los Jayhawks. Pero no entró, Self respiró como si (literalmente) hubiese salvado su cabeza y una vez salvado, una vez respirado, probablemente afrontó la cita de San Antonio con una serenidad infinitamente mayor a la de cualquier otro momento de la temporada. Hoy el magnífico entrenador Bill Self ya forma parte del reducidísimo círculo de técnicos campeones de la NCAA. Y yo me alegro un montón por él.

- Y sin embargo… Con su cabeza no ya salvada sino garantizada, con todo su pedazo de título bajo el brazo, hasta hace bien pocas horas ni siquiera estuvo claro que Self fuese a continuar en Kansas. Y esta vez ya no se trataba de que pudieran cesarle sino de que pudiera irse él por voluntad propia. De por medio había una mareante oferta de Oklahoma State, universidad de gran prestigio (aunque no superior a Kansas), pero con la cualidad añadida de ser su alma máter, justo ese lugar donde Self, en sus años mozos, jugó, estudió, se graduó y maduró. Y a los aficionados Jayhawks empezaron a aparecérseles los fantasmas, a recordar a aquel otro entrenador llamado Roy Williams que también recibió una oferta tras otra de su alma máter (North Carolina en este caso), que dijo una y otra vez que no… hasta que un día de repente dijo que sí. ¿La historia se repite? Pues no porque (al calor del título, tal vez) Bill Self ha decidido que este es su nuevo hogar, que es feliz en Lawrence, que quiere estar en Kansas muchos años. Fantasmas espantados, pues, y los aficionados Jayhawks que pueden estar tranquilos… de momento.

- Y es que Kansas debe tener algo especial: ese “traidor” del que hablábamos en el punto anterior, Roy Williams, quince años en Kansas, ahora técnico de North Carolina eliminado en semifinales precisamente por Kansas, estuvo durante la final en las gradas del Alamodome vestido con una sudadera azul, apoyando inequívocamente a Kansas. En nuestro deporte patrio, tan metido en forofismos, una cosa así probablemente habría provocado que los aficionados le rechazaran, le despreciaran, le expulsaran hacia otra zona del pabellón. Allí no, allí (al menos por la sensación que tuvimos ante el televisor, desde la distancia) esos mismos aficionados que tantas veces le habían tildado de traidor no dudaron en acogerle con los brazos abiertos.

- Y no era el único. En las gradas del Alamodome había otro ex, éste más veterano y conocido por todos: Larry Brown, el técnico que (de la mano de Danny Manning) había dado su último título a los Jayhawks allá por 1988, el mismo que luego vivió un largo y proceloso periplo por infinidad de franquicias NBA, estaba allí también al pie del cañón. Motivos podría haber tenido para ir con Memphis (dada su amistad con Calipari, con quien incluso compartió banquillo) pero resultó evidente (pese a vestir chaqueta neutra y no sudadera azul) que también iba con Kansas, con aquella universidad que tanto significó para él, y para la que él tanto significó.

- Pero hablemos de su amigo del otro lado. Hablemos de John Calipari. Yo no puedo evitarlo, cada vez que hablo de él se me viene a la cabeza aquella historia… No sé cuántos años habrán pasado, trece, catorce, quince tal vez… Calipari por aquel entonces era un exitosísimo entrenador en la Universidad de Massachussets, aquellos Minutemen llamados Marcus Camby, Lou Roe, Edgar Padilla, Carmelo Travieso… Calipari fue designado para una cosa que entonces era mucho más corriente que ahora, para hacer las europas al frente de una selección de estupendos jugadores universitarios que jugaría unos cuántos partidos por nuestro continente. Y llegaron a España (no recuerdo a qué ciudad, francamente) a jugar el típico partido amistoso contra nuestra selección, metida a su vez en la habitual vorágine de encuentros preparatorios para sabedios qué cita, qué Eurobasket o Mundobasket… La organización (la propia FEB, supongo) no encontró nada mejor para dirigir la contienda que a un par de árbitros locales, no de ACB sino de… (la categoría inferior que existiera por aquel entonces: la LEB aún no había nacido, la EBA tal vez sí). Aquellos árbitros no perjudicaron ni beneficiaron a nadie, eran simplemente un desastre. Pero añádase a su vez la extraña mezcla de dos baloncestos tan distintos, la incomprensión yanqui ante determinadas señalizaciones, su habitual prepotencia cada vez que salen a provincias… y de ahí a sentirse atracados sólo hubo un paso, y de ahí ya pasamos inmediatamente al ataque de nervios. Hacia el comienzo de la segunda mitad Calipari, en pleno ataque de cólera, sus ojos inyectados en sangre, decidió que ya no podía más y mandó a su equipo abandonar la cancha, con dos coj…., ante la bronca del respetable, la cara de susto de los árbitros y las idas y venidas de federativos y demás autoridades que no sabían cómo convencerle para que depusiera su actitud. Al final la depuso. Al final le convencieron quién sabe cómo, quizás mediante amenazas de incumplimientos de contratos, denuncias de patrocinadores y demás, pero lo cierto es que el partido se reanudó y se terminó… si es que aquello fue ya partido, dada la actitud de pasotismo absoluto que todos ellos, jugadores y técnicos yanquis, tuvieron ya hasta el minuto final.

- En USA evidentemente ni conocerán esta historia ni les importaría lo más mínimo… Pero me da la sensación de que tampoco allí Calipari es considerado como el más simpático de los entrenadores. Cuentan que tras la segunda ronda, tras los apuros pasados ante Mississippi State, Calipari montó en cólera durante una rueda de prensa cuando le preguntaron por los problemas endémicos de su equipo con los tiros libres: que si ya estaba bien, que si ya no podía más, que si ya estaba harto de que le preguntaran siempre lo mismo…

- Memphis, ya queda dicho demasiadas veces, era un equipazo. Memphis juega habitualmente en la USA Conference, una liga en la que casi nadie le aprieta, en la que gana sus partidos de calle promediando como veinte puntos de ventaja. Memphis, decían los analistas, está acostumbrado a no tener problemas pero los tendrá en cuanto tenga rivales difíciles. Memphis, añadían, con ese terrible porcentaje en los tiros libres lo pasará muy mal en cuanto tenga que disputar finales apretados. Memphis lo pasó mal y sobrevivió a duras penas en segunda ronda pero luego, semifinal regional, final regional, semifinal nacional, ganó sin despeinarse. ¿Problema resuelto, entonces? No. Simplemente aplazado, merced a su rodillo, merced a haber aplastado a sus rivales con antelación…

- Pero llegó la final y reaparecieron los fantasmas. Vamos a ver: si tú ganas de 9, a menos de dos minutos para el final, y acabas perdiendo, evidentemente tu rival tiene un gran mérito; ha realizado fantásticamente bien la presión, ha robado balones increíbles, ha anotado canastas imposibles… Pero no basta con eso; a su mérito hay que sumar tu demérito. El señor Calipari podrá enfadarse todo lo que quiera cuando le pregunten por los tiros libres pero él sabe bien que (entre otras cosas) su desastroso porcentaje, empeorado además por una situación de presión extrema a la que sus jugadores no estaban en absoluto acostumbrados, le acabó costando el partido.

- Esos tiros libres que jamás podrán olvidar sus dos mejores jugadores, los que más pronto que tarde triunfarán en NBA, a gran nivel el gran CD-R (o sea, Chris Douglas-Roberts), a extraordinario nivel el maravilloso Derrick Rose. Ganarán mucho dinero, quién sabe si anillos, si hasta serán all stars o MVPs… pero en su fuero interno jamás podrán olvidar lo que sucedió aquella noche del 7 de abril de 2008 en la que durante unos interminables minutos tocaron la gloria con los dedos, la tuvieron en sus manos para dejarla escapar inmediatamente después.

- Derrick Rose, por cierto, es una joya. Talento extraordinario, intensidad absoluta, clase por arrobas, carácter ganador, perfecto comportamiento fuera de las canchas… Pero en este torneo nos ha dejado dos historias curiosísimas: la primera (ya contada), cuando tras la semifinal regional le fueron a dar puntos en una ceja y salió huyendo despavorido. La segunda, la misma mañana de la final, cuando se pegó tal atracón de chuches que acabó indispuesto, que hasta el último momento ni siquiera estuvo claro si podría jugar el partido… La primera no pasa de ser una mera anécdota sin importancia. La segunda no: él mismo confesó que durante la final le costó encontrar el ritmo (resultó evidente que sólo hacia la mitad del segundo tiempo empezamos a ver a ese Rose que tanto esperábamos), que durante la prórroga las piernas le pesaban como si fueran de plomo… Sí, será una gran estrella pero no estaría de más que alguien le explique cómo cuidar su alimentación; y no habría estado de más que alguien ya se lo hubiera explicado antes; al menos con cierta antelación al que habría de ser el partido más importante de su vida.

- Y finalmente volvamos a Kansas, y puestos a rendir homenaje a todos sus jugadores centrémoslo en un solo jugador, en el más peculiar que tienen, ése que, como dijo Antonio Rodríguez, está como una regadera: Sherron Collins. En este caso no resulta suficiente con incurrir en el tópico, con decir que es capaz de lo mejor y de lo peor. Eso se queda corto con Collins. Él es capaz de lo mejor y de lo peor pero todo a la vez, en una misma jugada, sin solución de continuidad: te gana el partido y un segundo después te lo pierde, y medio segundo más tarde te lo vuelve a ganar. Te defiende de cine, te la roba y luego se le escapa, o se resbala, o falla la bandeja completamente solo pero no pasa nada porque inmediatamente después te la vuelve a recuperar y te la clava, justo antes de volvértela a liar… Base pequeño y culopollo, si algún día consigue optimizar sus inmensas virtudes y al mismo tiempo mantener bajo control sus defectos será un auténtico crack. Pero qué difícil va a ser eso…

- Kansas, ya quedó dicho la pasada semana, era el más coral de los cuatro equipos, el único que no dependía de una o dos estrellas rutilantes, el que tenía a unos cuantos buenos pero a ninguno realmente extraordinario. Tan coral era que cuando fueron a dar el MVP se quedaron a cuadros, si aquí nadie sobresale, si nadie destaca apenas sobre los demás, a ver qué hacemos ahora... Puestos a escoger yo se lo habría dado a esa imponente fuerza interior llamada Darrell Arthur, tan dotado de potencia como de técnica, que se clavó sus 20 puntos y 10 rebotes dejando además una tremenda sensación de solvencia. Pero ellos (quien quiera que sean) no fueron de mi misma opinión y se lo dieron a Mario Chalmers, sospecho que por razones más épicas que numéricas, sospecho que como premio a aquel milagroso triple que quedará para la historia. Bien está lo que bien acaba, y aquella canasta imposible quedará para siempre como la gran imagen de esta final inolvidable.

- Y se acabó. La temporada universitaria ya es historia. Dentro de unos días hablaremos de otra Final Four, ésta geográficamente mucho más cercana; y estos mismos días hablamos ya de esa otra Final Eight que nos toca tan de cerca. La vida sigue, el baloncesto sigue. Sigamos disfrutándolo.

jueves, 3 de abril de 2008

los Cuatro Finales

...que eso, y no otra cosa, es lo que realmente significa Final Four. Aquí vamos por libre y solemos traducir Final a Cuatro, olvidándonos de ese pequeño detalle al que a menudo aludía Ramón Trecet: que los ingleses (y/o americanos), que son muy suyos, normalmente suelen poner el adjetivo por delante del sustantivo y no al revés. Y así en NCAA se habla de Sweet Sixteen que serían los dulces dieciséis, de Elite Eight que serían los ocho de la élite y de Final Four que serían los Cuatro Finales.

Y una vez reiterada esta disquisición, tan absurda como innecesaria por otra parte, vayamos al grano. Cuatro Finales, pues, cuatro equipos a cual más potente, cuatro favoritos, cuatro números uno de su respectiva región llegando juntos a Final Four por primera vez en la historia (o al menos por primera vez en mi historia: hasta donde alcanza mi memoria). Cuatro potencias que nos regalarán tres partidos inolvidables, que nos deberían dejar una Final Four absolutamente irrepetible.

UCLA

Pasaron su momento difícil en segunda ronda, contra la siempre complicada Texas A&M. Pero el resto del torneo fue coser y cantar. Abrumaron a Western Kentucky en semifinal regional, y en la final contra Xavier ni siquiera hubo partido. Llegan así a su tercera Final Four consecutiva, algo nada extraño en los lejanos tiempos de Wooden pero nada habitual en estos tiempos de hoy en día. Lo logró Duke del 90 al 92, Kentucky del 96 al 98... La movilidad funcional lo pone muy difícil, las constantes huidas (hacia adelante) de las estrellas lo hacen casi imposible.

Y sin embargo aquí están los Bruins dispuestos a que su tercera sea la vencida, confiados porque esta vez Florida no podrá ya cruzarse en su camino. Tras los vaivenes del fin de siglo UCLA parece haber encontrado por fin la estabilidad, gracias a la inmensa cabeza de Ben Howland y a su atractivo proyecto que siempre genera buenos reclutamientos por doquier. Siguen defendiendo como nadie pero no excluyen el ataque, basado en las infinitas posibilidades de una plantilla versátil como pocas. Una plantilla que echa de menos a Aaron Afflalo pero no sufre por ello, porque a cambio este año nos presenta en sociedad a...

Kevin Love

No, no resulta una temeridad otorgar ya el cartel de estrella a este freshman californiano de aires surferos, fornido descendiente por línea paterna de aquellos Beach Boys que nos cantaban sus Buenas Vibraciones en los años sesenta. Aunque quizás hubieran debido cantar aquella otra de All you need is Love, que debió ser lo que pensaron sus Bruins cuando hace algún tiempo se fueron decididamente a por él. Y a fe que acertaron, que se fueron a encontrar con un portento en el interior de la zona, con una especie de presunto cinco que en realidad es un cuatro de libro, de manual. Un tipo que tan pronto te la lía de espaldas al aro con movimientos primorosos como te lo ataca de cara resultando imparable, y al que para acabar de complicarte la vida no le costará ningún trabajo salirse al otro lado del arco y clavarte unos cuantos triples, no te vayas a confiar. Una verdadera joya.

Es decir, algo así como la guinda del pastel. Porque estos Bruins que ya eran un buen equipo sin él, con él son extraordinarios. Allí sigue dirigiendo el magnífico base Collison (para algunos el mejor de la nación; no me atrevería yo a decir tanto, en absoluto), y a su lado el explosivo Westbrook más ese Josh Shipp que es pura clase, más el trabajo sencillo pero incesante de Mbah a Moute, más todo lo que sale del banquillo, Keefe, Aboya, Lorenzo Mata... No, esta vez la bestia negra no estará, esta vez los enemigos no serán caimanes sino tigres. Dicen que a la tercera va la vencida pero también dicen que no hay dos sin tres, ahora sólo les queda averiguar cuál de ambos refranes será más cierto.

MEMPHIS

Allá por octubre me parecían el mejor equipo de la nación, el favorito absoluto para ganarlo todo. Y a día de hoy no encuentro argumentos para desmentir esa apreciación, más allá de esa insospechada inconsistencia en los tiros libres (tercer peor equipo en ese apartado de toda la NCAA) que a punto estuvo de costarles un disgusto ante Mississippi State en segunda ronda. No así en su semifinal y final regional, en las que sencillamente se pasearon, primero ante Michigan State y finalmente ante Texas. Y mira que ésta parecía empresa difícil jugándose como se jugaba en Houston, con el 99 por ciento del inmenso pabellón (por cierto, banquillos, mesa de anotadores y primera fila de gradas por debajo del nivel de la cancha como si ésta fuera una tarima o un escenario; algo realmente curioso) vestido de ese color anaranjado arcilloso tan característico de los Longhorns, con los aficionados Tigers en inmensa minoría... Pero dio igual porque a la hora de la verdad ni les olieron, Texas jamás estuvo en el partido por más que intentara disimularlo durante los últimos tres minutos con un lastimoso paripé, cometiendo falta tras falta cuando ya nada tenía remedio y provocando la desesperación del respetable.

Decir Memphis es decir derroche físico por doquier con una devastadora fuerza interior llamada Joey Dorsey más la clase que a su lado pone Dossier; decir Memphis es hablar de una profundísima plantilla, de Anderson, Kemp, Allen, Taggart y tantos otros que emergen desde el banquillo para ofrecer minutos a cuál mejor. Decir Memphis es hablar de una estrella llamada Chris Douglas-Roberts, CDR para los amigos, finísimo dos con pinta de tres, físicamente imponente y técnicamente rebosante de clase, que era sin lugar a dudas su estrella más rutilante hasta que hace unos meses aterrizó por el FedEx Forum...

Derrick Rose

O lo que es lo mismo, el que según todos los indicios, pronósticos y prospecciones será número dos del draft, y hasta número uno sería de no haberse cruzado en su camino la Bestia Beasley. A Rose me lo comparan con Wade y, salvando las distancias, no me parece descabellada tal comparación: magnífico driblador, corta la zona como nadie, vuela hacia canasta con penetraciones imposibles... Tirador pasable pero mejorable (también en esto se parece a Wade), sí que hay algo en lo que gana al de los Heat: visión de juego, capacidad de pase. Puede ser un dos pero es mucho más base, y base puro será en la NBA.

Añádase además su magnífica actitud, sin que se le conozcan más problemas de comportamiento que el que protagonizó el otro día en semifinales regionales cuando le fueron a dar puntos en una ceja y salió huyendo despavorido porque le tiene pánico a las agujas (para los tatuajes curiosamente no debe afectarle). Dentro de unos meses varias franquicias NBA soñarán con tenerle en sus filas. Pero de momento está en los Tigers de la Universidad de Memphis, y éstos simplemente sueñan con que les lleve al título el próximo lunes 7 de abril.

NORTH CAROLINA

Hasta llegar a la final regional su torneo fue una especie de ejercicio de aplastamiento, destrozando sin miramientos a todo aquel que osó ponérseles por delante, así fueran las mismísimas Arkansas (que se cargó a la deprimida Indiana en primera ronda, impidiendo así un esperadísimo enfrentamiento) o Washington State. Sólo en el último escalón, allá por los Elite Eight, aparecieron los imponentes Cardinals de Louisville y de Pitino dispuestos a darles la noche. Y a fe que lo intentaron, y que hacia la mitad de la segunda mitad (valga la…) hasta creyeron que podrían conseguirlo… y en estas estaban, tan ilusionados las criaturas, cuando se produjo el arrebato postrero del eternamente arrebatado Hansbrough para acabar dejándoles con las ganas.

Créanme que estos Tar Heels son un equipazo (lo que tampoco representa una novedad, todos los aquí presentes lo son) que puede presumir de una rotación amplísima en la cual todos aportan: Green y Thomas las meten desde fuera, Ginyard da defensa y trabajo sucio, Deon Thompson (que me encanta, y a quien alguno recordará de la final del Mundial Sub19) proporciona muchísima calidad en el puesto de cuatro, Stephenson ayuda por dentro… Todo eso está muy bien, pero el equipo se sustenta sobre todo en tres patas: un magnífico base, Ty Lawson, serio, sobrio, espectacular sin excesos y que apenas comete errores; un extraordinario tirador (y anotador) que responde al musical nombre de Wayne Ellington; y…

Tyler Hansbrough

¿De qué manera podría yo explicar su juego? A ver, piense usted por ejemplo en los jugadores interiores más elegantes que su mente sea capaz de recordar: piense en aquel otro Tar Heel llamado Brad Daugherty, piense en el mismísimo Hakeem Olajuwon... Bueno, pues éste Tyler Hansbrough representa exactamente todo lo contrario. No es precisamente un prodigio de gracilidad la criatura, no resulta estético sino más bien tosco, no supera a sus rivales con finísimos movimientos de pies ni elaboradísimos pasos de baile sino que, sencillamente, los arrolla. Su dominio de hombros, codos, caderas, rodillas y cualesquiera otras prominencias de su cuerpo es simplemente abrumador y le posibilita abrirse los espacios más insospechados, aclarar su zona en defensa, crearse huecos inverosímiles en ataque.

Pero que no se interprete de lo anterior que no tiene calidad porque sí que la tiene, y mucha. No se es jugador del año del baloncesto universitario (lo más parecido a MVP) simplemente por utilizar bien las protuberancias corporales; hace falta además saber jugar muy bien a esto. Y él sabe manejarse como nadie pero es que además dispone de otra cualidad que le hace absolutamente diferente a todos los demás, algo que podríamos llamar determinación: juega cada partido como si fuese el último de su carrera, como si le fuera la vida en ello, así se trate de un encuentro de pretemporada en Hawai o de una Final Four en San Antonio. Su rostro casi desencajado, sus ojos enajenados, su boca entreabierta... son como su imagen de marca, nos ofrecen la permanente sensación de que jamás admitirá un no por respuesta, de que él jamás saldrá derrotado de allí suceda lo que suceda, cueste lo que cueste. Todos aquellos que en el Alamodome quieran derrotarlo deberán pasar por encima de su cadáver.

KANSAS

De los cuatro semifinalistas, estos Jayhawks son, de lejos, los que peor lo han pasado en el Torneo. No durante las tres primeras rondas en las que apenas necesitaron despeinarse, la verdad. Pero llegaron a la final regional y se encontraron con un emparejamiento teóricamente (sólo teóricamente) mucho más cómodo que el de los otros tres equipos que nos ocupan. No, Kansas no debería vérselas contra un número 2 ni un número 3 sino contra un número 10, nada menos. Vale, sí, la asombrosa Universidad de Davidson se ha cargado a media región, al número 7 (Gonzaga), al 2 (Georgetown) y al 3 (Wisconsin) pero llegados a este punto ya vendrán fundidos, ya tirarán la toalla, ya pensarán que bastante han hecho, ¿no? Pues no.

Y mira que plantearon magníficamente el partido, que maniataron a esa maravilla llamada Stephen Curry (25 puntos, pero lejos de sus porcentajes paranormales de las tres anteriores rondas), que más de una vez pensaron que ésta sería la definitiva… Ni por esas. Davidson, 2 abajo, tuvo la última bola para empatar o ganar y 16 segundos para decidir qué hacía con ella, pero con Curry sobremarcado el balón fue a parar al base Richards y éste lanzó su triple postrero al vacío para alivio de Bill Self: un gran entrenador que llevaba toda su carrera perdiendo finales regionales, que jamás había llegado a la Final Four. De haberse repetido la historia, tal vez habría sido éste su último partido con los Jayhawks. De ahí su tensión, de ahí la sensación cuando vimos su imagen de que durante el vuelo de aquel último tiro le dio tiempo a ver pasar toda su vida (o al menos toda su carrera) en diapositivas...

En el caso de Kansas resulta aún más difícil que en los tres anteriores personalizar el estrellato en un solo jugador. Es el equipo más coral de los cuatro, un conjunto en el que nadie se acerca a los 15 puntos por partido, pero en el que cuatro jugadores promedian más de 10 por partido. Así que resulta difícil escoger: podríamos quedarnos con la fuerza interior demoledora de Darrel Arthur, a quien ayudan cumplidamente Darnell Jackson y el siberiano Sasha Kaun. O podríamos quedarnos con la inmensa clase y dulce muñeca de Mario Chalmers, o con alguno de sus cómplices como el buen base Russell Robinson o el muy prometedor Sherron Collins. Pero puestos a escoger, pese a todo, me quedo con...

Brandon Rush

La historia de los hermanos Rush se ha contado ya demasiadas veces: primero fue JaRon, estrella en UCLA poco antes de que sus problemas extradeportivos torcieran su carrera para siempre; luego fue Kareem, estrella en Missouri que ahora intenta estabilizar su irregular carrera en los Pacers tras haber paseado su fantástico tiro por Lakers, Bobcats y Lietuvos Rytas; y ahora es Brandon, estrella en Kansas pero un poco menos que el año pasado por estas fechas: por aquel entonces sus inmediatos sueños de NBA se le truncaron tras destrozarse la rodilla durante un partidillo informal. Así que volvió al campus de Lawrence y allí sigue, y hasta parece que ha vuelto a ser el que fue, el fino tirador, fantástico penetrador y estupendo defensor (que se lo pregunten a Curry) que un día conocimos. Y probablemente así será, pero no nos engañemos: los ojeadores NBA ya jamás le mirarán de la misma manera.


Y fin de la historia. Hasta aquí el rollo, los datos, las descripciones, las comparaciones y demás palabrería que apenas sirve para nada. Lo bueno, lo real, lo de verdad empieza ahora, comenzará el sábado por la noche con dos semifinales impresionantes (como no podía ser de otro modo): en primer lugar Memphis-UCLA (y estos días se recuerda mucho la final regional que les enfrentó hace dos años, cuando el imponente ataque de los Tigers se quedó en cuarentaytantos puntos ante la no menos imponente defensa de los Bruins); y a continuación North Carolina-Kansas (y estos días se recuerda mucho el paso de Roy Williams de una a otra universidad, cuando siendo aún entrenador de Kansas desmintió tajantemente su marcha a los Tar Heels... para marcharse a sus amados Tar Heels apenas diez días después).

Y para el lunes quedará la final. ¿Qué final? Buena pregunta. Hagan sus apuestas, aquellos que aún se atrevan a hacerlas. Yo no, desde luego. Otras veces tienes al menos un indicio, una señal, la sensación o incluso la evidencia de que un equipo es mejor que el otro. Esta vez no. Esta vez los cuatro equipos me parecen igualmente buenos, igualmente candidatos, igualmente posibles y hasta probables campeones. Usted verá...

Pues eso: Véalo. Véalo por donde pueda, así se llame Canal +, Sportmanía, Internet, lo que sea, pero véalo. Hágame caso, no vaya a ser que luego acaben teniendo razón todos aquellos que anticipan, con conocimiento de causa, con los datos en la mano, que ésta puede acabar siendo la mejor Final Four de la historia. No se lo pierda, no vaya a ser que luego tenga que pasarse media vida lamentando habérselo perdido. Avisado queda. Y repito: usted verá...