viernes, 8 de agosto de 2008

OlimpicLand

Podría decirse con cierta propiedad que los Juegos Olímpicos son al deporte lo que Disney es a la vida (frase que tomo parcialmente prestada del insigne gomaespumero Juan Luis Cano, si bien él la utilizó para referirse a algo completamente diferente): un inmenso parque temático, abierto al mundo entero, que concentra en poco más de un par de semanas buena parte de las actividades deportivas que en el mundo son, todas ellas envueltas en un maravilloso barniz de bondad, limpieza, pulcritud, esfuerzo, sacrificio y abnegación sin par.

O sea, Disney (o Warner o quien se quiera, tampoco vayamos a discriminar; si bien me permitirá usted que continúe con el símil original, por ser éste más universalmente comprensible). Entras en una Disneylandia cualquiera, pongamos por ejemplo en la de París (más que nada porque es la que conozco), y de antemano quizá no puedas evitar cierta mueca de escepticismo, cierta actitud de ya ves tú, todo un mundo de fantasía e ilusión, hay que ver, vaya engaño, si todo es mentira... Así que de entrada vas de serio, de distante, de vaya rollo, esto no va conmigo... pero de repente algo sucede: de repente es todo tan puro y tan limpio, es toda la escenografía tan perfecta, y encima está esa musiquilla que a uno le envuelve por dondequiera que va (es lo que más recuerdo: fueras por donde fueras siempre escuchabas una música de fondo, siempre tenían la melodía adecuada para cada ocasión, hasta cuando ibas al servicio)... y entonces, incluso antes de que te des cuenta, resultará que eres ya uno de ellos, uno más imbuido de absurda e incomprensible alegría, uno de tantos poseídos por esa extraña magia del lugar, y de repente hasta te verás montando en atracciones en las que jamás pensaste que subirías, desde las más atrevidas a las más chorras, y hasta te irás pegando brincos de una a otra cual si estuvieses en plena regresión a la infancia, y hasta posarás con Mickey o Goofy a poco que te descuides... Claro, luego a la noche sales del recinto tras la cabalgata final (parade, lo llaman) y es entonces cuando la cruda realidad te da en los morros, cuando vuelve a hacer frío (o calor, según), tarda el autobús, tu visa echa humo, tu trabajo y tus problemas cotidianos ya amenazan acechantes tu inminente vuelta...

Y sí, algo muy parecido me sucede con los Juegos, por más que usted me ponga esa cara de qué tendrán que ver los higos con las brevas. De entrada no me creo, nadie en su sano juicio se cree todo este rollo maravilloso de la pureza del deporte, todo este magnífico envoltorio de los Juegos como vínculo de unión entre pueblos y culturas, toda esta parafernalia entre sentidos juramentos de limpieza y hermandad. Todo precioso cual si no existiera el mercantilismo, el dinero a espuertas, el dopaje y hasta las corruptelas que al otro lado la realidad cotidiana se empeña en recordarnos a cada rato. Y sin embargo...

Y sin embargo serán Disney, de nuevo. Y sin embargo entraré en los Juegos como cada cuatro años, entraré virtualmente desde mi sofá para ya no querer nunca jamás salir de allí. Entraré y los disfrutaré como si me importaran mucho más de lo que deberían importarme, los viviré con casi más pasión que casi cualquier otra cosa, soñaré y me emocionaré y brincaré y hasta correré y lanzaré como si fuera uno de ellos, como si en verdad formara parte de ello. Y cuando se acaben, cuando el domingo 24 de agosto me los quiten será como si me quitaran un trozo de mi vida, será la caída de bruces hacia una realidad que tan solo habré visitado tangencialmente durante las dos semanas anteriores.

Y sí, puede que exagere pero créame, sé lo que digo, hablo con el conocimiento de causa que me proporcionan unos cuantos Juegos Olímpicos ya a mis espaldas, todos ellos desde la distancia y la cercanía de mi televisor. Empezando por México 68 (que sí, que ya son años, no me ponga esa cara), mi primer recuerdo lejanísimo, absolutamente vago e inconcreto. Sólo se me vienen a la memoria grises imágenes en blanco y negro, tan solo esas imágenes sin ningún contenido. Podría tirarme el folio y decir que viví los 8,90 de Beamon, los históricos récords de 100 y 400 metros lisos y hasta el salto de Fosbury, pero sería mentira. Es decir, tal vez lo vi, tal vez dichas gestas y otras semejantes pasaran por delante de mí pero yo aún era demasiado pequeño para darme cuenta. Sólo con el paso de los años tuve conciencia de su existencia.

Luego fue Munich 72, aún yo un crío pero ya menos crío: un bigotudo norteamericano llamado Spitz inflándose a medallas, un terrible lío (nunca demasiado bien explicado) en la final de baloncesto, un lío inmensamente mayor en la villa olímpica, terrorismos y contraterrorismos aún peores que los propios terrorismos, unos Juegos que se detienen, que hasta se interrumpen un día completo... Nada de esto vi tampoco: me habían llevado de vacaciones (también es casualidad, porque en aquellos tiempos casi nunca íbamos de vacaciones), allí no había televisor, la radio (concretamente Radiogaceta de los Deportes, aquel legendario programa de aquella terrible Radio Nacional) fue mi única y lejana conexión con aquello que entonces aún llamábamos Olimpiada (habrían de pasar muchos años para que nos enteráramos de que esa denominación no era correcta, de que la Olimpiada no eran los Juegos sino todo lo contrario, el período de cuatro años que transcurre entre unos y otros Juegos).

Así que mis primeros Juegos verdaderos, conscientes y puramente televisivos fueron tal vez Montreal 76. Montreal 76 o sea Nadia Comaneci, o sea la perfección hecha gimnasia. Y luego fuimos a parar a los desangelados Juegos de Moscú 80, esos de los que los americanos (los de USA, concretamente) nos robaron con su ausencia una buena parte del pastel. No podías ver una prueba, un partido, cualquier cosa sin pensar no tanto en los que estaban sino en los que faltaban. Si hasta ganábamos medallas en natación con aquel ciudadano americano apellidado López-Zubero, que pocos días más tarde no tendría ningún reparo en reconocer que él se sentía estadounidense por los cuatro costados y que si mantenía la nacionalidad española era sólo para poder competir, dejando así sumida en el desconcierto a su estupefacta (aún más que de costumbre) entrevistadora Mari Carmen Izquierdo…

Cuatro años más tarde, Los Ángeles 84, los soviéticos en justa correspondencia devolvieron el boicot pero ya poco nos importó, quizá porque ya nos íbamos acostumbrando o quizá porque preferíamos creer que no nos importaba: fuimos inmensamente felices, noche tras noche trasnochando, perdiendo sueño para vivir un sueño, el de nuestra selección de nuestro deporte encaramada en el segundo escalón más alto del trono, tan solo un peldaño por debajo de aquellos imberbes y prometedores universitarios llamados Jordan, Ewing o Mullin… A ratos aún nos pellizcábamos, para confirmar que era cierto todo lo que estábamos viviendo.

Seúl 88. Seúl 88 fue, sobre todo, una mañana de sábado en la que me levanté a las cinco de la madrugada para vivir en directo dos acontecimientos irrepetibles, a saber: un España-Brasil de baloncesto que ganamos tras anotación de locura, cientoypico a cientoypico, enfrente un tal Óscar Schmidt batiendo un récord de anotación que aún hoy perdura; y una final de 100 metros lisos que iba a ser y fue la madre de todas las batallas, Ben Johnson versus Carl Lewis, la caraba... Dos acontecimientos históricos que al cabo de pocos días resultó que no habían servido para nada: nuestra buena primera fase baloncestera se nos quedó en agua de borrajas cuando Australia nos cosió a triples en el cruce de cuartos, y la apoteósica victoria de Ben Johnson se convirtió tras sólo unas horas en el dopaje más famoso de la historia de la humanidad.

Pero aquello era ya imparable, ya teníamos el virus olímpico inoculado en nuestras venas y entonces llegó Barcelona 92, los Juegos casi al lado de casa (o sea, a seiscientos kilómetros), esos Juegos a los que quise ir y no pude, probablemente dejando escapar la única oportunidad que tuve y tendré de vivir in situ algo así... De repente nos habíamos hecho mayores, de repente ya no parecíamos los africanos de Europa, de repente ganábamos medallas por doquier, ya no cero, dos o tres sino veintitantas, estabas viendo a Kiko y compañía ganar la final de fútbol, cambiabas de canal y te encontrabas a Fermín Cacho ganando el milqui, la de dios era aquello...

Barcelona 92 son un montón de recuerdos maravillosos, de mañanas en el trabajo pegados todos al transistor, de tardes en casa pegados todos al televisor, de noches con Matías Prats (Júnior) y Olga Viza resumiendo mano a mano la jornada, de madrugadas con el incomparable Trecet... De infinidad de recuerdos felices, también de algún recuerdo amargo (como aquel angolazo que por más tiempo que pase jamás dejará de escocernos)... e incluso de momentos chorras como el de aquella tarde del salto con pértiga, en casa está mi sobrina (aún niña en aquellos tiempos) que mira al televisor, ve a un atleta y (sin tener ni idea, lógicamente) exclama “ese falla, seguro”, y yo que también miro y le respondo “¿ese? ese lo va a saltar con la gorra, ya lo verás...” Ese era Sergei Bubka, por aquel entonces en la cumbre de su carrera. Pero que va y derriba el listón, y pocos minutos más tarde lo tira de nuevo, y luego otra vez y de repente resulta que está eliminado, y todo ello ante el regocijo y la hilaridad de mi querida sobrina... Aquella tarde, en mi casa, Bubka se convirtió ya para siempre en El de la Gorra. Aún hoy me lo recuerdan, incluso cuando aparece de traje y corbata en algún palco, o para entregar las medallas de alguna gran competición...

Fue tanta la efervescencia en el 92 que luego Atlanta 96 nos dejó un poco fríos, quizá por pura comparación o quizá porque realmente fueron los Juegos más sosos de la historia reciente. Al menos siempre nos quedará el recuerdo de aquel Michael Johnson volando sobre el tartán, sus zapatillas doradas y su zancada minúscula... Y Sydney 2000 y Atenas 2004 aún frescos en nuestras memorias, qué les voy a contar que ustedes no sepan...

O también podríamos contarlo todo de otra manera, también podríamos agarrarnos a nuestro deporte (que para eso estamos aquí, se supone) y hablar, qué sé yo, de Belov (cualquiera de ambos) 72, Meneghin 80, Jordan 84 (o si así se prefiere, por la parte que nos toca, Corbalán 84), Sabonis 88, Dream Team 92 (imposible particularizarlo en sólo uno de ellos), Jasikevicius 2000 (sí, a pesar de haber fallado aquel tiro que pudo cambiar la historia; o quizá precisamente por fallarlo), Ginóbili 2004... No, no me tienten, no me pidan que me lance al vacío y escriba ya el nombre del 2008. Por lo que pueda pasar.

2008. Pekín (o Beijing, como ustedes gusten). Mi particular parque temático cuatrienal, mi Olimpic Park u OlimpicLand u Olimpolandia o como demonios queramos llamarlo. Mi mundo, durante estos próximos dieciséis días. También el mundo de tantos otros, fieles o agnósticos, creyentes o descreídos, incluso el de todos aquellos que hoy reniegan de todo esto, incluso el de aquellos que confunden deporte con fútbol y sólo fútbol, y que aunque hoy no lo crean también acabarán pasando por el aro. Un mundo que el 24 de agosto cerrará sus puertas para siempre jamás... para abrirse de nuevo una olimpiada más tarde, ya de otra forma, ya con otro nombre y otro número: entonces hablaremos de Londres 2012, más tarde de (me temo) Chicago 2016, más allá quién sabe...

Pero no nos vayamos tan lejos. Hoy es hoy, 8 del 8 del 08, el día en que una simple antorcha encenderá nuestros sueños y nos introducirá, al más puro estilo Disney, en un mundo de fantasía e ilusión. Hágame caso, métase hasta el cuezo (sea esto lo que sea), déjese llevar y no preste atención a todos aquellos que intenten romper la magia desde el otro lado del espejo. Que más tarde ya tendrá usted tiempo de despertarse, de recordar que la vida no es bella, que Papá Noel no existe y los Reyes son los padres, pero eso, más tarde, mucho más tarde... Ahora no. Ahora y en los próximos días limítese a soñar, y no permita que nada ni nadie interrumpa su sueño.

(Y sí, ya sé que este tocho no me ha salido muy baloncestero que digamos, y que ésta sigue siendo una web de baloncesto... Disculpen ustedes las molestias, perdonen las disculpas; procuraré que no vuelva a pasar...)

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