lunes, 22 de septiembre de 2008

como si no hubiera pasado el tiempo

Estos últimos días de septiembre, esta rara segunda quincena, siempre a medio camino entre la competición internacional de selecciones y la doméstica de clubes, tiene siempre, aún a pesar de su aparente vacío, unas cuantas fechas marcadas en rojo en nuestro calendario. Por ejemplo el llamado Torneo de la Comunidad de Madrid, para aquellos que vivimos en dicha Comunidad. O por ejemplo la Lliga Catalana, para quienes viven en Cataluña o para quienes, aún a seiscientos kilómetros de distancia, podemos acceder a su televisión a través del dial 93 de Digital +.

Dos competiciones que así al principio parecen lo mismo, pero que (al menos en mi consideración) no lo son, en absoluto. El Torneo de la Comunidad de Madrid, aún a pesar de su aparente oficialidad, no consigue quitarse de encima cierta apariencia de mero trofeo veraniego, quizás agravada por el hecho de que se disputa en formato triangular, a modo de liguilla, en fechas más o menos separadas en el tiempo, en canchas más o menos pequeñas ubicadas en localidades más o menos alejadas de la capital. En cambio la Lliga Catalana, que en principio podría parecer tres cuartos de lo mismo, transmite desde el primer momento una absoluta sensación de competición oficial, y ello aún a pesar de que de lliga (o al menos de lo que nosotros solemos entender por liga, es decir, algo así como el enfrentamiento de todos contra todos) tenga más bien poco, de que sea más bien en formato de copa, de semifinales y final... Pero da igual: basta ver con qué solemnidad todos los protagonistas (catalanes o no) escuchan Els Segadors, antes del comienzo de la final, para darnos cuenta de que nos disponemos a asistir a un acontecimiento realmente importante...

Aunque el pronóstico previo a dicho acontecimiento pareciera empeñado en desmentir la trascendencia y la grandeza del mismo. Escenario el mismísimo Palau Blaugrana, la casa de un Barça que resulta ser (no podía ser de otra manera) uno de los finalistas. El mismo Barça imponente de toda la pretemporada, el mismo Barça plagado de fichajes de relumbrón, el mismo Barça que presume legítimamente de poseer una de las mejores plantillas de Europa. Un Barça que tan solo presenta la baja de Ilyasova (ya de vuelta del preeuropeo, pero aún no incorporado al equipo), frente a un DKV Joventut privado de media columna vertebral: sin Ricky Rubio, convertido ya, a sus (aún) diecisiete años, en referencia principal, en faro y guía de este equipo; sin Pops Mensah-Bonsu, el que en una sola noche cambió el destino del Granada y que ahora tendrá un año entero para reafirmarse como el principal fichaje de esta Penya; sin el aún desconocido (pero no por ello menos importante) Luka Bogdanovic... Una Penya así, plagada de caras nuevas e imberbes yogurines, parece carne de cañón, y tanto da que empiece ganando, que comience jugando como los ángeles: en el fondo todos estamos convencidos de que es sólo cuestión de tiempo, de que en un momento dado el Barça dará un puñetazo en la mesa, dirá hasta aquí hemos llegado y hará valer su supuestamente evidente superioridad. Y sin embargo...

Y sin embargo pasaron cinco minutos que luego fueron diez, y luego veinte, y más tarde treinta, y finalmente resultó que ya no había vuelta de hoja, que aquello ya no tenía vuelta atrás, que aquella seguía siendo la misma Penya de siempre, como si no tuviera bajas, como si Aíto aún ocupara su banquillo, como si Rudy aún estuviera sobre la cancha en vez de sobre la grada, allí en primera fila, disfrutando de sus últimas horas en Barcelona antes de emprender (de hecho lo habrá emprendido ya, esta pasada madrugada) viaje hacia lo desconocido (o sea, hacia Portland); como si no se hubiesen producido cambios, como si todo siguiese exactamente igual que estaba hace cuatro meses, como si no hubiera pasado el tiempo.

O dicho de otra manera: la Penya sigue siendo una gozada, verles jugar sigue siendo gloria bendita de principio a fin. Y no importa que no esté Aíto porque está Sito (al fin y al cabo sólo cambia una letra), cuya cara de chico tímido esconde o parece esconder toda una enciclopedia del baloncesto en su interior. Un Sito Alonso cuya zona 2-3 (muy activa, muy móvil, muy trabajada, muy bien hecha) se basta y se sobra para descuajaringar de un plumazo todo el entramado ofensivo blaugrana. Un Sito Alonso que parece ser algo más, mucho más que un mero alumno aventajado. Algunos ya lo sospechábamos.

Y no importa que no esté Rudy, al menos esta vez no importó porque le han puesto una réplica llamada Bracey Wright, ayer idéntico (en sus muchos aciertos, y también en sus errores) a aquél que un día conocí en los Hoosiers de la Universidad de Indiana. Y tampoco importa que aún no haya llegado Mensah-Bonsu porque está Jasaitis: sí, el mismo Simas Jasaitis que un día no lejano nos deslumbró en el Lietuvos Rytas, que luego se nos fue diluyendo en el Maccabi, que acabó desapareciendo en el Tau (tal vez, después de tantos años, víctima de una sobredosis de Spahija), que reapareció tímidamente en los pasados Juegos Olímpicos (cualquiera que viera la que nos lió en semifinales puede dar fe de su reaparición) y que ahora, ya plenamente desintoxicado, emerge de nuevo como la estrella que siempre pensamos que era: alternando (por necesidades del guión) su puesto de tres con el de cuatro, ayudando en todo, reboteando aquí y allá, clavando triple tras triple en las mismas narices de cada defensor... Si sigue así, en Vitoria no tardarán en preguntarse si éste es el mismo jugador que tuvieron durante todo un año pelándose el culo en el banquillo.

Y ni siquiera importa que no esté Ricky porque está, sigue estando Demond Mallet. El primo pequeño de Shaquille O’Neal (cabría un Mallet entero en cada pierna de Shaq), aún más pequeño incluso si lo comparamos con el de enfrente, con un ya de por sí pequeño Andre Barret, pero que ayer, en casa del vecino, ante el mejor rival posible decidió hacerse grande, muy grande: triple va, triple viene, algunos muy difíciles, otros sencillamente imposibles y todo ello envuelto por una especie de halo de infalibilidad, como si estuviese tocado por la gracia divina, como si no pudiese fallar pasara lo que pasara. Quizá las ausencias le hicieran sentirse más protagonista que de costumbre; quizás eso, sentirse protagonista, sea lo único que este jugador necesite para sentirse plenamente feliz sobre una cancha de baloncesto.

Pero a una maquinaria bien engrasada no le basta sólo con algunas piezas, las necesita todas: piezas ya curtidas como Laviña, Jagla o Sonseca, o más nuevas como Pau Ribas o Henk Norel (ojo con este chico, que está para liarla a poco que le den minutos), todas ellas funcionando a pleno rendimiento. Y sin olvidarnos de esas pequeñas incursiones de futuro (aún más) verdinegro, de las fugaces (pero intensas) apariciones de Pere Tomás durante la final, o antes de Franch y Eyenga...

¿Y el Barça? Bien, gracias. El Barça (que este año por esa cosa de los patrocinios se llama Regal Barça, así que los duelos Madrid-Barça bien podrían ser llamados Real-Regal, que queda muy propio) bien, pero bien a secas. Bien porque en tan buen partido estaría feo decir que uno de los dos contendientes estuvo mal. Bien sin excesos, el típico bien de pretemporada, ése que todos sabemos que ahora carece por completo de importancia, que nada tendrá que ver este momento con tantos (presumiblemente buenos) momentos posteriores. Bien con matices porque bien, lo que se dice bien, estuvo Navarro (pero de más a menos), estuvo Grimau (una vez más el clavo ardiendo al que agarrarse cuando las cosas no funcionan) y estuvo, sobre todo, por encima de todos, Fran Vázquez: sin apenas equivocarse, sin regalar faltas innecesarias, reboteando todo lo habido y por haber, metiéndolas de dentro y de fuera, de todos los colores. Dejando salir toda esa clase que se le supone, y que esperemos que esta vez ya no sea flor de un día. Que dure. ¿Los demás? Sí, se supone que allí estuvieron, que también anduvieron por allí. Muy poco más por ahora.

En suma: un muy buen partido, un gran espectáculo, una verdadera delicia. A la que contribuyó, un año más, la Televisió de Catalunya. Es ésta la única vez en todo el año que puedo ver baloncesto a través de su señal internacional, que luego ni dará ACB (como suele hacer, por ejemplo, Andalucía TV) ni competición europea alguna (como solía hacer, por ejemplo, la Televisión Canaria); pero siempre salgo encantado de esta única cita anual: evidentemente no es mi idioma, ni siquiera lo hablo en la intimidad como algún otro, acaso entienda apenas el cincuenta por ciento de lo que escucho. Y con eso me resulta más que suficiente para apreciar el buen trabajo de Rovirosa, Solozábal y compañía, el gusto que destilan por este deporte, la pasión que le ponen, la sensibilidad con que lo tratan.

Claro, usted tal vez piense que exagero, y no lo niego, quizá tenga razón. Pero entienda que yo llegué a este partido justo después del tenis, es decir, justo después de apreciar en toda su magnitud la portentosa elocuencia de ese Nacho Calvo cuya ausencia de nuestro deporte nunca agradeceremos lo bastante. Nacho, debieron decirle, que como el tenis es en Las Ventas metas algún símil taurino de vez en cuando, y él, ni corto ni perezoso, verónica, media verónica, derechazo, manoletina, pase de pecho, qué gran faena, faena de aliño, no hay quinto malo, un toro bravo (ése era Roddick), se crece con el castigo, ha clavado el estoque, estocada hasta la empuñadura, vuelta al ruedo, salir por la puerta grande y tantos otros que a estas alturas ya habré olvidado, tantos que hasta parecía que no era a Nadal sino a ese tal José Tomás a quien estábamos viendo (de tantas veces como lo nombró), tantos como para acabar contagiando a su compañero Arseni Pérez e incluso al pobre Alex Corretja, el único que ponía allí algo de tenis de vez en cuando...

Así que claro, comprenderá usted que yo llegara a la Lliga Catalana presto para entusiasmarme con cualquier cosita... Entusiasmarme, sencillamente, con ver baloncesto bien realizado, bien contado y bien tratado; con poder escuchar los tiempos muertos y que éstos, incluso, se oigan; qué digo se oigan: que hasta se entiendan (y ello en ambos banquillos, por increíble que parezca); y hasta con tener micrófonos en las solapas de dos de los tres árbitros del encuentro (uno de ellos Alzuria, en su despedida del arbitraje), que no es que sea algo nuevo, que ya lo había hecho (por ejemplo) laSexta en los amistosos de la selección, pero que ésta es casi la primera vez (y el casi lo pongo por curarme en salud) que se hace en partido oficial, que hasta escuchamos en primer plano sus discusiones con Laviña, Pascual o Sito Alonso, que hasta escuchamos de primera mano como se ha de interpretar la nueva regla de los codos: si hay contacto es antideportiva, si no lo hay es técnica, y poco importa que en este caso se hayan equivocado, que interpreten como sacada de brazos un mero giro del torso de Jagla: sabemos qué pitaron, y sobre todo sabemos por qué lo pitaron. Ojalá pudiera cundir el ejemplo.

En resumidas cuentas: un soplo de aire fresco, un estupendo oasis en medio del desierto (en términos baloncestísticos) de mediados/finales de septiembre. Una fiesta que de algún modo tendrá continuidad en breve: ambos equipos se volverán a enfrentar en la primera jornada de la ACB, el domingo 5 de octubre, cita a la que llegará el Barça rumiando venganza por lo ocurrido ayer... o tal vez no porque es probable que se encuentren incluso antes, quizás este mismo sábado 27 en la final de la Supercopa. Puede que acaben jugando tres partidos en apenas quince días, que empiecen la Liga estando ya hasta las narices los unos de los otros...

Pero a nosotros, que nos quiten lo bailao. Como a esa Penya, ese DKV Joventut que, en contra de todos los pronósticos, tiene ya en sus vitrinas el primer título oficial de la temporada: que sigue ganando, que sigue maravillando, que sigue jugando que te cagas al baloncesto, exactamente igual que lo hacía hace cuatro, seis u ocho meses; como si no se hubiera ido nadie, como si todo siguiera igual, como si no hubiera pasado el tiempo.

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